Revista #1 - Locura | 5 agosto, 2016
Los monstruos y el sueño de la razón
por Victoria Morón

jester

Mire vuestra merced que las tristezas no se hicieron para las bestias sino para los hombres, pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias»
Cervantes

Esto le ocurrió a Lear, el rey cuya razón sucumbió a las tristezas. Pero si, según el decir de Sancho, volverse bestia es caer en la irracionalidad, la locura de Lear es el núcleo de un complejo entramado de fuerzas de cordura y delirio, de locura real y fingida, de insensatez ingenua y de raciocinio cruel, de lucidez y ceguera, de necedad y sabiduría, que se despliegan con distintas potencialidades en el campo de acción de esta tragedia. Lear, centro de convergencia de todas esas fuerzas, será él mismo, simultánea o sucesivamente, rey altivo y humillado, poderoso y desposeído, necio en su cordura y sabio en su locura, y, como Edipo, ciego cuando debió ver y lúcido cuando todo lo perdió.

El comienzo de la obra debía ser el final feliz de la vida del anciano rey, que decide repartir  sus tierras y su poder entre sus tres hijas, y retirarse a vivir una vejez apacible. Solo que… Lear tiene una pretensión infantil. Quiere que cada una proclame públicamente cuánto lo ama, y en razón de esas palabras será la cantidad que a cada una le corresponda. En el fondo es un juego, claro. Previamente ha hecho un reparto equitativo, aunque sus hijas no lo saben. Pero quiere tener la complacencia de oír públicamente, en ese acto solemne de abdicación, palabras de amor que tendrán una recompensa económica. Es la primera muestra del juego barroco de apariencia y realidad al que Shakespeare nos lanza a cada paso. Gonerila y Regania, las mayores, rivalizan en halagos, y, como se verá, en hipocresía. Un oído atento, si Lear lo tuviera, detectaría la realidad que las palabras no pueden ocultar, cuando Regania expresa: “Estoy hecha del mismo metal que mi hermana, y en su valor me estimo”[2], mientras Cordelia permanece aparte. Aparte en las intervenciones dramáticas en las que se supone que solo la oyen los espectadores, no los demás personajes, y aparte en tanto quiere ubicarse en las antípodas del discurso de sus hermanas.

Cordelia – (Aparte) ¿Qué hará Cordelia? Amar sin pronunciar palabra.
Cordelia – (Aparte) Entonces, ¡pobre Cordelia! […] estoy segura de que mi amor es más rico que mi lengua.

De manera que, cuando debe responder públicamente  a la pregunta del rey: “¿Qué puedes decir que merezca un tercio más rico que el de tus hermanas? Habla.”,  Cordelia solo puede decir: “Nada, señor.”  Este “Nada” reiterado es el comienzo de todo, y en esencia, del conflicto trágico.

Cordelia, cordis, cordura. Ella es la menor, no casada aún (precisamente en ese acto el rey entregaría su mano a uno de los pretendientes que la solicitan: el duque de Borgoña y el rey de Francia), y por lo que se deja entrever, la más amada por su padre. Junto a ella esperaba el rey, como después lo confesaría, pasar sus últimos años. Con la razón del corazón habría sabido que ella era la única que lo amaba. Pero estalla un conflicto irreversible, porque en función de su carácter y de las circunstancias, el rey no pudo actuar de otra manera. El anciano y su deseo pueril: ser halagado ante la corte; el anciano y su insensatez: poner precio al amor, recompensar con tierras las palabras lisonjeras aunque falsas, montar un espectáculo teatral en que sería el protagonista reverenciado. Si la vejez nos vuelva a la infancia, la pregunta a que se somete a los niños (¿A quién quieres más, a papá o a mamá?) es revertida por Lear: ¿Quién de mis hijas me ama más?  Cordelia no quiere, no puede responder a esa pregunta, y opta por callar, o por expresar menos de lo que siente. Le repugna la falsedad de sus hermanas y la parte que Lear le ha adjudicado en ese espectáculo. Quiere mostrarse diferente, porque es diferente. Solo en ella coinciden el ser y el parecer, pero su padre es incapaz, en este momento, de advertirlo. Encolerizado, humillado públicamente según cree estarlo, precisamente por aquella de quien más esperaba, la expulsa, la deshereda y la maldice ferozmente. Aquello que debía ser la culminación apacible de una vida es el comienzo de un cataclismo.

Recordemos lo que sigue. Obligado por las nuevas circunstancias, Lear decide que pasará un tiempo con cada una de sus hijas mayores y se reservará una guardia de cien caballeros. Los hechos pronto revelan lo que las palabras de amor ocultaban: una vez en posesión del poder, si en algo rivalizan las hermanas es en el desprecio y el maltrato a su padre. Los extremos de crueldad a que llegan son incontables, y basta un ejemplo. Cornualla, esposo de Regania, arranca los ojos al anciano conde Gloster, acusándolo de traición, porque ayudó al rey a refugiarse en Dover. Allí debía desembarcar el ejército del rey de Francia, reciente esposo de Cordelia, para rescatar a Lear de las atrocidades de que es objeto, tanto él como quien lo auxilie.

Cabe señalar dos elementos de la trama que serán considerados en relación a los grandes ejes temáticos de cordura/locura, lucidez/ceguera, apariencia/realidad que se despliegan en la obra. Por un lado la acción del fiel caballero Kent, que debe disfrazarse para seguir cuidando y sirviendo a su rey. Por otro, la trama secundaria, en la que el conde Gloster tiene dos hijos, y, como Lear, juzga con error e injusticia a ambos: a Edmundo, el traidor, lo conserva a su lado, mientras expulsa, por engaño de Edmundo, a Edgardo, el hijo fiel. Este, como Kent, deberá disfrazarse para cuidar a su padre. Así, en este mundo del revés, el bien debe disfrazarse materialmente u ocultarse para subsistir (Cordelia ha sido desterrada, Kent, Edgardo se disfrazan, el Bufón, como tal, lleva un disfraz)  mientras el mal, con su disfraz moral de palabras hipócritas, se muestra a la luz del día protegido por la impunidad (Gonerila, Regania, Cornualla, Edmundo).

Así, alejado por propia decisión de su hija amada, y víctima de los abusos despóticos del poder de las hijas mayores y sus secuaces, la razón de Lear, anciano, desvalido y expulsado a un páramo en medio de una feroz tormenta, va a sucumbir. Este clímax que se desarrolla en el tercer acto de la obra es la culminación de un proceso en el que el Bufón, que acompaña al rey desde el principio, tiene un rol esencial en la evolución de la conciencia del rey.

La perturbadora voz del inconsciente

En un extremo de la calle principal de Stratford on Avon hay una estatua de basamento cuadrangular, sobre el que se erige la figura de un gracioso bufón. En cada una de las caras de la base está inscrita una cita en relación a alguno de los varios bufones que encontramos en el teatro de Shakespeare:

The fool doth think he is wise. / But the wise man knows / Himself to be a fool.

As you like it

(El necio piensa que es discreto; pero el discreto reconoce que es un necio).

(A vuestro gusto)

Alas! Poor Yorick! / I knew him, Horatio: / A fellow of infinite jest. (Hamlet)

(¡Ah, pobre Yorick! Yo le conocí, Horacio. Era un hombre de una gracia infinita.) (Hamlet)

Foolery, Sir, does walk / about the orb like the sun: / it shines everywhere. (Twelfth Night)

(La locura, señor, da vueltas alrededor del orbe: como el sol, brilla por todas partes) (Noche de Epifanía)

O Noble fool! A worthy fool (As you like it)

¡Oh noble bufón! ¡Insigne bufón!) (A vuestro gusto)

Es muy significativo que en la ciudad natal del poeta se destaque así, no a Hamlet u Otelo o Romeo y Julieta, sino al bufón que, sin ser protagonista de ninguna obra, figura en varias de ellas como un personaje característico del teatro shakespeariano. Pero, por sobre todos, es el bufón de El rey Lear el que cualquier lector de Shakespeare recordaría más que ninguno.

Dice el adagio popular que de poeta y de loco todos tenemos un pocoEn todo caso, esas dos condiciones se conjugan en este bufón. En inglés, el término “fool” significa tanto “bufón” como “loco”. Ese doble sentido opera permanentemente en la obra, y da lugar a una carga semántica que se pierde en la traducción, al designar al bufón despojado del otro sema. Por otra parte, hay un hecho no menor en cuanto al nombre de este personaje. En otras obras de Shakespeare en que aparecen bufones, estos tienen nombre propio: Feste (Noche de Epifanía), Fouchstone (A vuestro gusto), Yorick (Hamlet). En El rey Lear, en cambio, solo se le llama Bufón (Fool). ¿Por qué Shakespeare no le ha dado otro nombre? Entiendo que cualquier nombre haría olvidar lo que el poeta no quiere que olvidemos: por un lado, la conjunción semántica de bufonada y locura; por otro, que este personaje es un doble de Lear, un doble carnavalizado y jocoso que enuncia las verdades que Lear sabe sin querer saber.

Lear – ¿Creéis que voy a llorar? No, no lloraré. Grandes motivos tengo para llorar, ¡pero antes que llore, mi corazón se romperá en cien mil pedazos! ¡Oh Bufón, voy a volverme loco!

Es conocido el papel que cumplían los bufones en las cortes: entretenían y divertían, no solo porque su apariencia física defectuosa era objeto de burlas y su vestimenta era un disfraz, sino porque su discurso era recibido con una actitud ambigua, y en esa ambigüedad estribaba el placer. Ese discurso era subversivo y provocador, pero al mismo tiempo tolerado porque provenía de alguien inferior social y a veces mentalmente, y ese juego en el límite de lo permisible era fuente de diversión, porque el poder real o cortesano se autorizaba a sí mismo a admitir lo que en otras circunstancias sería inadmisible. Recordemos también que en la representación icónica habitual, el bufón lleva un gorro que, con sus puntas terminadas en cascabeles, es una parodia de la corona real. Precisamente es en relación a la corona de Lear que el Bufón sostendrá muchos de sus juegos verbales.

No por casualidad, el primer gesto del Bufón cuando aparece en escena es ofrecerle su caperuza a Kent, el conde que ha optado por disfrazarse para servir a su rey cuando este lo expulsó por defender a Cordelia:

Bufón – Vamos, toma mi cresta. Mira, este camarada ha desterrado a dos de sus hijas y ha dado a la tercera una bendición contra su voluntad; si lo sigues, necesariamente has de llevar mi cresta.

De aquí en adelante, el Bufón es portador de un discurso pleno del nonsense que en la literatura inglesa desemboca en Lewis Carroll, Wilde y James Joyce. Paradojas, retruécanos, ironías, canciones aparentemente absurdas y juegos de polisemia son los modos expresivos con que el Bufón va a hablarle al rey, como forma de decirle lo que este no podía admitir: que la partición de su corona y su poder fue una decisión insensata, que alejó de su lado a la única hija que lo amaba, que quedó en manos de dos hijas hipócritas y crueles, y que es, definitivamente, “la sombra de Lear”. Excede el propósito de este trabajo la atención minuciosa que requiere la riqueza de este lenguaje en todas sus manifestaciones. Solo propongo algunos ejemplos.

Bufón – […] Tío, dame un huevo y te daré dos coronas.

Lear – ¿Qué coronas serían?

Bufón – ¡Pardiez! Después de haber partido el huevo en dos mitades y comídome la sustancia, las dos coronas del cascarón. Cuando partiste en dos tu corona y diste una y otra parte, hiciste lo mismo que aquel que en un sendero lleno de fango se carga el burro a cuestas. Tenías poco seso debajo de tu corona calva, cuando abdicaste de la de oro. Si hablo como loco en esto, que se azote al primero que lo advierta. (Canta)

Nunca han estado los locos en menos gracia que este año,
porque los cuerdos se han convertido en estúpidos
y no saben ya cómo llevar su ingenio;
tan simiescos son sus modales.

Lear – ¿Desde cuándo tenéis por costumbre andar tan lleno de canciones, belitre?

Bufón – Lo tengo desde que hiciste de tus hijas tu madre. Pues el día en que les diste tu cetro y te bajaste los calzones… (Canta)

 Lloraron entonces repentinamente de alegría
Y yo canté de pena,
Al ver al rey jugar al escondite
Y andar entre los locos.

Paradojas, apariencias y verdades: las hijas lloraron de alegría, y esto no solo es una ironía sino que muestra la hipocresía, en ese juego barroco de apariencia y realidad tan caro a Shakespeare, que nos recuerda al rey Claudio diciendo: “Con un ojo risueño y el otro vertiendo llanto” al hablar de la proximidad del funeral y la boda que tanto repugna a Hamlet. Paralelamente, el Bufón cantó (y canta) de pena “al ver al rey jugar al escondite / y andar entre los locos”. También esto contiene una polisemia peculiar. ¿El rey juega al escondite con la verdad que no quiere admitir? ¿Juega al escondite porque busca su condición real desaparecida? ¿Juega al escondite porque no desea confrontar con Gonerila, temiendo que se manifieste lo que todavía está solapado? El rey “anda entre los locos” porque anda junto al Bufón / Loco y porque ya es uno de ellos.

Cuando en esa escena Gonerila reprocha a su padre la conducta del Bufón y de sus caballeros, y la propia falta de buen sentido del rey, este no puede comprender lo que oye:

Lear – ¿Hay aquí alguno que me conozca? ¡Este no es Lear! ¿Anda así Lear? ¿Habla así? ¿Dónde están sus ojos? O su razón se ha debilitado, o su percepción está aletargada. ¡Ah! ¿Está despierto? ¡No puede ser! ¿Quién puede decirme quién soy?…

Estas palabras son, al fin de cuentas, un corolario de las del Bufón, cuando cantaba que el rey jugaba al escondite. Notemos también que el rey se ha desdoblado en este parlamento, hablando de sí mismo (ese otro) en tercera persona.

El Bufón es, por supuesto, un personaje real en la obra, pero su valor simbólico es inequívoco. Shakespeare ha hecho del Bufón la voz que habla a Lear desde su propio inconsciente. Por eso su discurso es el lenguaje de la alteridad, de lo otro extraño a sí mismo: lo otro expulsado de la conciencia que no es reconocido como propio, lo otro que enuncia un discurso aparentemente ilógico e incongruente, que no se atiene a las leyes del orden racional: “…desde que hiciste de tus hijas tu madre” “las cuales harán de ti un padre obediente”.

La cabeza desnuda

El rey ha partido su corona, despojándose del poder, sin conservar nada para sí. Nada es una palabra clave en esta tragedia. “Nada”, respondió Cordelia al requerimiento de su padre. Nada es lo que queda al partir un huevo en dos y comida la sustancia, según el Bufón. A nada quedó reducido el rey, que es ahora “la sombra de Lear”.  La metonimia corona / cabeza irradia un profundo efecto poético en este contexto. Al abdicar del poder de manera tan insensata, ha perdido la razón, y aunque esto tiene todavía un sentido figurado, muy pronto tendrá un sentido literal.  Veremos al rey  vagar desamparado, solo en compañía del Bufón, en medio de una tormenta aterradora. La corona  había protegido la cabeza del rey; al despojarse de esta conjuntamente con la sensatez, la cabeza real está desnuda, expuesta a la violencia de sus hijas y sus secuaces, a la violencia de los elementos naturales, y, por fin, a la violencia de la locura que quebranta su ser.

El acto III es el epicentro de la locura del anciano rey, que, metafóricamente presente en la insensatez de sus actos, y presagiada como inminente cuando siente que la realidad lo sobrepasa, se anuncia en la desesperación del re

Lear – ¿Creéis que voy a llorar? No, no lloraré. Grandes motivos tengo para llorar, ¡pero antes que llore, mi corazón se romperá en cien mil pedazos! ¡Oh Bufón, voy a volverme loco!

Al comienzo de ese acto, un Caballero responde a Kent la pregunta: “¿Dónde está el rey?”

Caballero – En lucha con los elementos desencadenados. […] Se arranca los cabellos blancos, que las impetuosas ráfagas, con rabia fiera, asen en su furia y reducen a la nada. […] corre con la cabeza destocada, pidiendo a alguien que lo destruya todo.

Un rey a punto de enloquecer y su bufón vagan desamparados en medio de una tormenta apocalíptica. El mundo se derrumba sobre la cabeza descubierta del anciano, puesto que, roto el equilibrio que, en la visión de Shakespeare y su época, debía asegurar el orden del universo como armonía entre el cosmos, la sociedad y el individuo, el mundo exterior reproduce el caos de los otros  ámbitos. Mundo exterior y mundo interno son los escenarios en los que una tormenta de locura estalla fuera y dentro de la cabeza del rey.

Claude Dubois  examina la relación simbólica entre el interior y el exterior:

«De hecho el mundo de los elementos simbolizado por el agua, las olas, los monstruos y lo subterráneo,  ese mundo “exterior” es en sí mismo analógico a una forma de interioridad: contiene en él todo lo que la conciencia unificadora y clarificante no llega a  asimilar; es el inconsciente, sus vestigios arcaicos, sus raíces irracionales, y sus tradiciones impermeables a la razón. […] el tema de la tempestad expresa esa desproporción del hombre y del universo que estará en el centro de la apologética neoagustiniana del siglo XVII. Pero el desencadenamiento marino evoca también otro tipo de conflicto de impotencia: el que se determina por oposición, entre la conciencia clara y organizada y esas partes oscuras del yo que más tarde se reunirá bajo el nombre común de inconsciente.» [3] (Traducción V. M.)

La culpa trágica

El entramado dramático que conduce los acontecimientos hasta el punto en que nos hemos detenido parte, a mi entender, del contexto ideológico (en sentido amplio) en el que se ubica el rey, y en las acciones particulares que ejecuta en esas circunstancias. Entre otras cosas, la cosmovisión de Lear ha sido constituida por el ejercicio de un poder real sin cortapisas, poder cuyos alcances podrían catalogarse de absolutos, en un contexto histórico indeterminado, con relaciones de tipo feudal pero en un ámbito pagano. Esta cosmovisión está basada también en la ilusión de que la realidad coincide con las apariencias. De ello deriva la mala decisión al dividir su reino, al suponer que puede conservar los atributos del poder (las apariencias) sin ser ya dueño de los medios para ejercerlo (la realidad).  Agreguemos un carácter colérico que no tolera la frustración (el ejercicio del poder ilimitado no  hace a uno proclive a aceptar frustraciones), y que reacciona hiperbólicamente con los actos que son la esencia de su culpa trágica: la expulsión y maldición a Cordelia, y el destierro de Kent cuando intenta señalarle su error. Esto solo, con ser parte necesaria en la comprensión de la tragedia, no sería suficiente si no tuviéramos en cuenta un factor esencial: el amor de Lear a Cordelia. La reacción desmesurada está en relación con la medida de su amor por su hija, y con la medida de los posteriores remordimientos.

Lear – ¡Oh levísima falta, que tan horrible me pareciste en Cordelia! ¡Tan horrible que, como una rueda de tortura, dislocaste la armazón de mi naturaleza del sitio en que estaba, arrancaste todo amor de mi corazón y lo colmaste de hiel! (Acto I, esc. 4)

La tragedia griega nos ha enseñado que la ceguera es inseparable de la culpa trágica, y aquí Shakespeare hace de la ceguera un leit motiv, con imágenes que se acumulan a lo largo de la obra.

Kent – ¡Mira mejor, Lear, y permíteme que quede como el verdadero blanco de tus ojos! (Acto I, esc. 1)

A su vez, el conde de Gloster, el personaje que replica en  la trama secundaria la tragedia de Lear, es castigado por Regania y su marido por haber llevado al rey a Dover:

Gloster – ¡Porque no quise ver tus crueles uñas arrancarle sus pobres ojos viejos!

Cornualla – [Arrancando los ojos a Gloster] ¡Para que no veas más, precavámonos! ¡Fuera, gelatina vil! ¿Adónde está ahora tu resplandor?

Y reunidos en el bosque, en el clímax de su desgracia, Lear y Gloster, padres dolientes, mantienen un diálogo sabio y delirante:

Lear – Lee

Gloster – ¡Cómo! ¿Con las cuencas de los ojos? […]

Lear – ¿Estás loco? Se puede ver cómo va el mundo sin tener ojos. […] Si quieres llorar mis infortunios tómame los ojos. […] Apenas hemos nacido, cuando ya lloramos por el desconsuelo que sentimos de haber entrado en este vasto teatro de locos. (Acto IV, esc. 6)

Ojos que ven, corazón que siente

Hemos señalado que la toma de conciencia de Lear de sus errores, de la verdad con respecto a sus hijas, y, en términos generales, de su hasta entonces equivocada interpretación de la realidad, ocurre gradualmente, y es el Bufón el principal portavoz de esas voces internas que despiertan en el rey.

Un hecho aparentemente inexplicable es que Shakespeare no da cuenta del fin del Bufón en la obra: su última intervención, mientras está refugiado con el rey en la choza durante la tormenta, se produce en este diálogo:

Kent – Ahora, mi buen señor, reclinaos aquí y reposad un instante.

Lear – ¡No hagáis ruido! ¡No hagáis ruido! Corred las cortinas. ¡Así, así, así! ¡Iremos a cenar mañana por la mañana! ¡Así, así, así! (Lear queda dormido)

Bufón – ¡Y yo marcharé al lecho al mediodía! (Acto III, esc. 4)

Rodríguez Marín anota: “Algunos comentaristas han visto en esta expresión, al parecer trivial, un presagio de la muerte del Bufón.” [4] Es muy plausible que así sea, lo cual no explica sin embargo por qué Shakespeare abandona aquí a su personaje sin ninguna alusión posterior. Entiendo que esta elipsis es parte de la significación simbólica del personaje. Había entrado a escena cuando Lear lo reclamaba, cuando el rey se sintió solo y desorientado, y un caballero comenta: “Desde que nuestra señora, la más joven, marchó a Francia, señor, el bufón ha decaído mucho”. (Acto I, esc. 4) Una vez cumplida su función, la de encarnar con el juego de su lenguaje poético, paradójico y polisémico, el descubrimiento de la complejidad humana y de sus verdades contradictorias, esa parte de Lear que es también el Bufón, se sume en ese sueño del que el anciano emerge, delirante y sabio, “mezcla de buen sentido y de absurdo”, con “¡Tanta razón en medio de su locura!” , con ese conocimiento de sí y de los otros que solamente los grandes dolores proveen, cuando son grandes también los espíritus que los padecen. Ya no es necesario ahora el discurso del Bufón, porque Lear lo ha hecho suyo. Pero su grandeza heroica está en haber podido transfigurar ese lenguaje paradójico, contradictorio e ilógico, en el discurso amoroso con que se comunica con Cordelia reencontrada. Lo que Lear adquiere cuando lo golpea el dolor de la vida, después de haber perdido la razón, es una sabiduría emocional. En eso radica la grandeza de su heroísmo trágico. Aprender en la vejez, cuando se anquilosan las estructuras mentales que nos disponen a lo nuevo, es una ardua tarea; aprender en la vejez, desvalido ahora el que fue rey poderoso,  es heroico. La sabiduría que Lear ha adquirido es, esencialmente, la capacidad de compasión.

Lear – ¡Pobre loco mío! ¡Pobre pillín! ¡Aún queda una parte de mi corazón que sufre por ti!

Lear – […] ¡Pobres y miserables desnudos, dondequiera que os halléis, que aguantáis la descarga de esta despiadada tempestad!, ¿cómo os defenderéis de un temporal semejante, con vuestras cabezas sin abrigo, vuestros estómagos sin alimento y vuestros andrajos llenos de agujeros y aberturas? ¡Oh, cuán poco me había preocupado de ellos! Pompa, acepta esta medicina; exponte a sentir lo que sienten los desgraciados, para que puedas verter sobre ellos lo superfluo y mostrar a los cielos más justos.      (Acto III, esc. 4)

Los embates de la tormenta externa e interna van a culminar en la locura que desemboca en un episodio delirante en que alucina con un juicio público a sus hijas mayores, y llega a su paroxismo enajenado cuando aparece coronado de flores silvestres enjuiciando a la Justicia. De ese estado va a salir, próximo a la muerte, un nuevo padre para Cordelia, un nuevo rey humilde y desposeído, un hombre que, encarcelado junto a su hija, encuentra en ese acto el sentido de una nueva libertad:

Lear – Cuando tú me pidas la bendición, yo me pondré de rodillas y te pediré que me perdones […] y tomaremos sobre nosotros el misterio de las cosas, como si fuésemos espías de los dioses.

Entonces, como Edipo en Colono, Lear podría decir: “¿Cuándo nada soy, acaso soy ahora un hombre?”

 

 


[1] Profesora de Literatura. Montevideo. J. Zudáñez 2773/301. vimoron@adinet.com.uy

[2] Las citas de El Rey Lear corresponden a SHAKESPEARE, W., Obras Completas, Traducción y Notas por Luis Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1961.

[3] DUBOIS, C. , Le Baroque, Larousse Université, Paris, 1973, p. 207 -208

[4] Ob. cit, p. 1663

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