salomon
Gracias a Dios que Amalia conocía un lugar. Si te fijás bien, no te podés perder: la estación de servicio, dos cuadras después el kiosko o almacén, y enseguida te bajás. Pero no estaba segura, hacía rato que debía haber pasado por la estación de nafta, pero las calles no tenían nombre, o tendrían, pero no estaba puesto en ningún lado, porque había mucho terreno descampado.
El ómnibus iba volando, casi vacío, pero ella estaba lejos del guarda, y no quería preguntarle. ¿Preguntarle qué? Estaba lejos, pero igual le llegaba el humo del cigarrillo que él aprovechaba a fumarse, que le daba náuseas, justo ahora, esas náuseas. Y de repente el almacén o lo que sea, sería ese, Las violetas, Amalia le había dicho ese nombre, aunque no había podido ver bien, el ómnibus iba tan rápido, y no había visto la estación de servicio. ¿Se habría distraído? Igual se bajaría, el estómago revuelto, insoportable. Estaba asustada por no encontrar la casa y por no saber qué le diría a su padre, cuando volviera. Calculaba que sería a media tarde, pero los sábados salía de la panadería casi a las nueve. Sólo volvería antes si estuviera enferma, por ejemplo, pero ¿qué podría tener? Ni fiebre, ni resfrío. ¿Náuseas y vómitos? No, justamente eso no. Bueno, jaqueca, un dolor de cabeza horrible que la tenía mareada. Era preferible bajarse allí, por lo menos había un almacén.
La calle *** ¿queda lejos? …Dos o tres cuadras, contestó desganadamente el tipo detrás del mostrador. ¿Y para qué lado? La miró con fastidio: para allá.
Un portoncito negro, despintado, separaba la vereda del terrenito de pastos crecidos frente a la casa. Amarilla, era, o habría sido, si el gris parduzco del tiempo y el descuido no lo hubieran desvaído. Unos ojos negros incrustados en una cara ancha y carnosa la escrutaron. ¿Viniste sola? Bueno, pasá. Sentate un momento mientras termino de preparar las cosas. ¿Trajiste la plata? Sacó los billetes, cuidadosamente doblados, varias veces contados, de un bolsillito de la cartera. La mano regordeta los recibió con la misma rapidez con que su dueña desapareció hacia el fondo.
Sentada en el borde de un sillón de mimbre, las náuseas volvieron amenazantes. Quería escupir la saliva salobre que le inundaba la boca, pero tuvo que tragarla acrecentando el impulso del estómago por vaciarse. Sintió la nuca húmeda y un temblor en las rodillas, y se esforzó en pensar en otra cosa esperando que pasara. Pensar, no pensaba: sólo miraba fijamente el florero de cerámica marrón donde unas rosas polvorientas apretujaban su rigidez de plástico.
Doña Cata reapareció desde el fondo: Vení, pasás al baño a orinar y después acá. Sacate la bombacha y acostate en la camilla. No tengas miedo, es rápido, pero primero te voy a examinar. Los pies acá, la cola más abajo, bien al borde. Se colocó unos guantes. ¿De cuánto estás? ¿Dos meses y medio, dijiste? Parece más. Bueno, no importa. ¿Viniste sola? ¿No tenías quien te acompañe, tu novio, una amiga? Siempre conviene venir con alguien, podés marearte, y eso. Bueno, oíme bien. Te voy a dar una inyección, no es anestesia, vas a quedar medio dormida, sedada, y esto es rápido.
La vista fija en el techo del cuarto en penumbras, sólo el foco de una lámpara iluminando el lugar de las manipulaciones, olor a desinfectante, instrumentos, ¿una palangana? Pinchazo en la vena. No estaba dormida, sólo la boca pastosa y una especie de mareada somnolencia. Un objeto punzante le atravesó las entrañas, y un dolor jamás sentido hasta ese momento le atravesó las tripas. Quería gritar, pero sólo podía emitir gemidos entrecortados, como si no pudiera inspirar y el aire sólo escapara en espiraciones espasmódicas. El fierro punzante no dejaba de rastrillarle las entrañas. No aguanto más, no, más no. Ya va a estar, falta poco. Estaba muy pegado, pero casi terminamos. El dolor lacerante cedió algo, casi al mismo tiempo que el vómito se le escurría por el cuello. Ya se terminó, ahora tenés que quedarte un rato acostada, y yo voy limpiando esto.
Ya se terminó, dijo la tía Ester. Vení a despedirte. ¿Qué era despedirse? Una mano la guió empujándola desde el hombro hasta que entró al dormitorio oscurecido. Vio primero a su padre, fumando contra la ventana, y se quedó parada a unos pasos de la cama. Acercate, dale un beso. No quiero, pero no puedo decir que no. La frente estaba fría, de un frío raro, como una piedra. Iban llegando las vecinas, otros parientes, y todos la abrazaban y le decían pobrecita, y mañana es lunes, pero no voy a ir a la escuela, ¿cuántos días? y cuando vuelva le diré a la maestra por qué falté, era un motivo importante, algo que a ninguno de mis compañeros le pasaba, y yo también me sentí importante por eso, y porque la gente habla y me mira, sé que hablan de mí pero hago como si no me diera cuenta, qué hará ahora, pobrecita, qué pena, una niña de diez años, solita con el padre, con ese padre, y entonces lloraba un poco, más porque era lo que esperaban que hiciera que porque tuviera ganas de llorar, y porque me imaginaba que la maestra me abrazaría y los compañeros mirarían sin entender mucho, pero yo sí entendía, sabía que me había pasado algo, una desgracia importante, qué me importa la desgracia, ya se terminó, me lo saqué y eso era lo que quería, pero no sé, si era lo que quería por qué me da esta angustia, me arrancaron una parte del cuerpo, era mío y estará en una palangana, o ya no, arrastrado en el agua podrida de las cañerías, pero qué alivio, el terror a la mirada negra de mi padre que me insultaría o me echaría, y aunque no, qué haría él, qué haría yo. Qué haría él, qué haría yo cuando se lo dijera, y cuando se lo dije la mueca de su boca me habló antes que las palabras que vinieron después de un largo silencio, qué querés que haga, ya sabés que estoy casado, ya lo sabías, después de todo con diecinueve años sos mayor de edad, No te pido que nos casemos, pero también es cosa tuya, la cosa, un pedazo del vientre que me arrancaron, otra vez las puntadas, puedo darte la plata, me dijo, pero vas a tener que solucionarlo, y el nudo en la garganta apretaba cada vez más fuerte, porque era el fin, ya no la esperaría más a la salida del trabajo, ya no se imaginaría que el amor es más fuerte, el amor que lo haría dejar a su mujer, no puedo vivir sin ti, no puedo esperar, decía él al poco tiempo que ella aceptó la cita, qué lindas manos tenés, es un placer verte atar los paquetes, y aunque me había fijado en él la primera vez que vino a la panadería, no pensé nada, porque no se iba a fijar en mí, sin arreglar, con la frente transpirada, y aunque los primero días él se demoraba haciéndome preguntas sobre el barrio, con el pretexto de que recién se acababa de mudar, yo sabía que había algo más, las mujeres sabemos, dijo una vez Amalia cuando me contaba no sé qué de un tipo con el que salía, y entonces empecé a esperar que viniera, y me llevaba las pinturas en la cartera para que mi viejo no notara nada raro, hasta el día que lo encontré a la salida, andaba por acá, me dijo, pero yo sabía que no fue casualidad, me estaba esperando, y el corazón me dio un vuelco y me puse colorada, y hasta ahora no sé bien qué es lo que me atrae, ¿la voz grave y como envolvente?, ¿su estatura corpulenta, que quizás con el tiempo se haga gordura, pero que ahora le da un aire protector?, no sé, será eso, pero también algo que no me puedo explicar, como el orgullo de que sos tan linda, me dijo, aunque yo sé que mis dientes no son parejos, será por eso que trato de sonreír sin abrir la boca, y que mi pelo es finito y sin gracia, me gustaría tener esas cabelleras sensuales, brillantes y con ondas que caen sobre los hombros, sobre los hombres, y son mujeres irresistibles, no te resistas, me dije, me dijo, cuando estábamos en su casa, mi mujer se fue unos días a Canelones a lo de su madre, nos estamos por separar, ya no la quiero y a ella no le importo, creo que anda con otro, pero vos sos un encanto, ¿me querés?, pregunté, claro que sí, cómo iba a estar contigo si no, tenés un perfume rico, como a membrillo, dijo mientras me olisqueaba y me besaba el cuello, y entonces, boba de mí, me lo creía y pensaba que sería por el dulce de membrillo de las pastafrolas recién horneadas que me habría quedado en el pelo, mi madre hacía dulce de membrillo con clavo de olor, se fue el olor y quedó el clavo, el clavo que me acaban de sacar, clavo de olor, de dolor, los clavos duelen cuando te los clavan y cuando te los sacan, a Él no porque ya estaba muerto, aunque quién sabe, ¿a Dios le duele el cuerpo? sí, porque es Dios y hombre a la vez, pero ¿por qué dejó que a su hijo lo mataran ? porque es Dios y padre a la vez, pero la madre, ¿dónde estaba? ¿estaba cuando le sacaron los clavos?, el clavo, queda un agujero, ya no hay nada, qué alivio, ya está, se terminó, qué tristeza, ya no está, se terminó.
Hojeaba una revista casi en penumbras, en la salita que era apenas una continuación de la cocina, cuando lo oyó llegar, con más olor a alcohol que siempre, o el mismo, sólo que ahora se le revolvía el estómago. Lo vio abrir la heladera y sacar un pedazo de queso. ¿Dónde está el pan?, masculló. Estuvo sin poder contestar unos segundos, sintiendo la impaciencia de la mirada turbia fija en su frente. Me lo olvidé…allá. ¡Siempre la misma estúpida. Trabajar en una panadería y no traer el pan!, golpeó la voz, turbia como la mirada. Ella misma no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que una gota borroneó una palabra en la revista que leía. LUX EL JABÓN DE LAS
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