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El ‘desamparo’ es una temática vasta que se irradia en múltiples direcciones y en consecuencia, puede ser abordada por una amplia gama de disciplinas. En esta presentación y, desde un ángulo psicoanalítico personal inspirada en la vertiente ‘psicosocial’ de E. Pichon Rivière[1], intentaré relacionar el desamparo con la crianza. Y así, resaltar una ‘característica diferencial’ exclusiva de nuestra especie, cuyo desvalimiento constitutivo obliga a una dilatada extensión temporal de la crianza; motivada además e indisociable de la complejidad incesantemente creciente del hábitat en el que vivimos.
Elijo definir el desamparo como un estado de vulnerabilidad de la persona que requiere de la ineludible asistencia externa para ser mitigada; aunque siempre en forma insuficiente. Circunscribiéndome entonces al desamparo correlativo con la crianza, me limitaré a referirme a ese tramo de nuestra existencia sin dejar de reconocer que, como seres vivos y, en atención a la reversibilidad de nuestra materia vital, nunca estamos ni estaremos absolutamente a salvo del desamparo; y en consecuencia éste debe considerarse siempre en términos relativos y, por sobre todo, atado a la diversidad de los contextos en que vivimos. En lo que sigue, trataré de referirme primero a lo que más arriba he denominado “característica diferencial” vinculado al mencionado contexto; luego convenir y encuadrar lo que entiendo como ‘crianza’, y que se refiere al período inicial de la vida que cubre el proceso de aprendizaje para –precisamente– aprehender dicha realidad y poder interactuar en ella; y finalmente, atendiendo al resultado de esa interacción intentaré formular una esquemática aproximación psicopatológica en la propuesta Pichoneana de ‘adaptación a la realidad’, también en línea con este enfoque.
La característica diferencial –exclusiva de la especie humana– es la de habitar en una ‘realidad’ diferente a la de todos los demás seres biológicos. Estos últimos nacen, viven y mueren en el azaroso acontecer de la realidad ‘natural’, guiados en forma casi exclusiva por su dotación instintiva. En cambio, en contraste con esa realidad natural, el humano vive en una realidad ‘construida’ por él mismo: la realidad ‘humana’. En términos del devenir evolutivo estudiado por la antropología, el ‘desamparo’, inherente a su indefensión ante sus predadores en ese mundo natural, obligó –en sus remotos orígenes– a nuestra desvalida especie de ‘homínidos’ a compensar su vulnerabilidad con esa ‘construcción’. Construcción que conlleva la manipulación y el dominio de esa realidad natural[2]; y la creación de bienes culturales e imperfectos contratos sociales para administrarlos y regular sus relaciones. En términos muy generales afirmaría que, condicionados biológicamente por la bipedestación, un cerebro de 1350 cm3, y el descenso de la laringe que permite el lenguaje doblemente articulado, el homo sapiens ‘moderno’ (Leakey R, 2000) construyó en forma incesante a lo largo de centenas de milenios –y en forma casi vertiginosa en nuestros días– esta compleja y polifacética realidad humana. También Freud (1912/3), desde su perspectiva evolucionista, da cuenta de esta construcción de bienes culturales y sociales cuando conjetura, siguiendo a Darwin y Atkinson, el pasaje de la ‘horda primitiva’ a la creación de la sociedad, la moral y la religión como secuela del ‘parricidio’ y el ‘banquete totémico’. Concluyendo, el humano es una criatura biológica altamente diferenciada; ‘única’ entre todos los demás seres biológicos: el animal ‘racional’ y ‘político’ de Aristóteles [A. Carpio 1974] o, el animal simbólico de E. Cassirer (2011); esta excelsa peculiaridad siempre le fue reconocida y, más aún, sostenida por las religiones, que también se sustentan en esa extraordinaria diferencia como prueba irrefutable de la ‘creación divina’. La filosofía y las ciencias en general nos proveen también de explicaciones bastante convincentes; explicaciones que, además para algunos, nos permiten soslayar –en lo posible– las ‘creencias’ con su implícito imperativo de la fe.
“His Majesty the Baby” ( Freud, S p 88, tomo XIV)
La Crianza es un acontecer indisociable con la condición de desvalimiento, motivante y motorizador del amparo; desvalimiento superlativamente exacerbado y prolongado en nuestra especie en tanto la dotación instintiva es totalmente irrelevante para lidiar en ese mundo ‘construido’. Por la cual tal dotación debe ser temprana y radicalmente relevada por la impronta socio-cultural que el inacabado neonato humano incorpora en forma inexorable al amparo de su entorno más próximo. Nacemos prematuros[3] y en consecuencia, requerimos obligadamente por parte de dicho entorno ese auxilio de años apenas para sobrevivir… y décadas para lograr cierta adaptación. Esto configura lo que denominamos crianza en tanto confluencia de amparo y aprendizaje; aprendizaje que –aún cuando lo incluye– rebasa ampliamente el sentido meramente ‘escolar’ del término; y que en el psicoanálisis clásico se focaliza, en forma preponderante, en el desarrollo psicosexual (Freud, S 1923a, Abraham, K 1924). En consecuencia, de los automáticos instintos animales apenas nos resta el poderoso vector pulsional de las ‘necesidades’ y el dispositivo de la angustia para detectar los peligros; este último también radicalmente modificado por la crianza. Por lo tanto, el humano construye un sofisticado órgano virtual[4]: el ‘psiquismo’ como dispositivo para lidiar con la realidad humana; psiquismo que en el reino animal resultaría casi innecesario[5]. Pero además, para hacer posible el desarrollo de ese psiquismo es imprescindible contar con el ya mencionado entorno humano proveedor que asiste en forma incondicional al neonato: la familia. Esta, cualquiera sea su conformación organizativa a lo largo de la geografía y de la historia, constituye el primer ‘intermediario’, vehículo bidireccional insustituible entre el mundo sociocultural más general y la cría. Precisamente, la antes mencionada prematuridad obliga a una prologada lactancia en tanto ésta compensaría biológicamente, a través de este contacto íntimo con el cuerpo materno, el mencionado acortamiento de la gestación; y ofrecería, en forma concomitante, una notoria receptividad para absorber y metabolizar ese nuevo mundo ‘construido’ que se le abre a través de los ‘receptores sensoriales’; por consiguiente, en sintonía con el enfoque arriba apuntado, el bebé no solo incorpora el ‘objeto pecho’ para saciar sus necesidades alimenticias y afectivas, sino que, impulsado por esas necesidades va interiorizando, a través de ese objeto, el mundo ‘significante’ ambiental colectivo constitutivo de tal mundo. Dejando atrás importantes hitos fundamentales (como la ‘dentición’ y el ‘destete’), con la ‘locuela’ y ‘deambulación’ alrededor del primer año de vida, la dependencia materna se hace más laxa y el mundo externo ambiental se ensancha, en tanto el naciente desempeño verbal admite una comunicación a mayor distancia; aunque la viabilidad sigue siendo aún precaria y el auxilio del entorno protector y proveedor sigue siendo imprescindible. Seguidamente el Complejo de Edipo se va instalando paulatinamente y culmina drásticamente con el comienzo de la latencia entre los 5 y 6 años y, como lo señalo en un reciente trabajo (Arbiser, 2017), funciona como el dispositivo encargado del registro de las ‘diferencias’ en la ‘realidad humana’: diferencia de sexos, diferencia entre adultos y niños (Meltzer, 1974), y diferencia entre yo y no-yo. Con el ‘sepultamiento del complejo de Edipo’ y la consecuente instauración del superyó se instala la ‘latencia’, que supone ya completada la internalización en el psiquismo de las figuras parentales que encarnan el universo de valores y códigos de convivencia propios del núcleo familiar que es, a su vez, reflejo de su grupo de ‘pertenencia’ socio-cultural. Un ‘hombrecito’ y una ‘mujercita’ emergen al mundo![6]. Una primera horneada, todavía insuficientemente viable aunque si apta para el aprendizaje ‘escolar’; aprendizaje a través del cual se internaliza la herencia cultural de milenios, como también lo afirma Freud (1923b, pag 37) cuando define la latencia como característica biológica ‘exclusiva’ de nuestra especie, y destinado a la “…herencia del desarrollo hacia la cultura”. Coincidente, entonces con la escolaridad, se comienzan a ejercitar los roles sociales que hasta entonces se ejercían predominantemente en el seno familiar. La escuela es ahora el nuevo escenario que se comparte con la vida familiar: hay pares que no son hermanos (roles horizontales: competencia y cooperación), maestros que no son los padres (roles verticales: concepción de autoridad); la historia del país y la universal reemplazan los mitos familiares y el folclore más circunscripto. La espacialidad geográfica del hogar se amplía al país, al mundo y al universo. Se adquieren las habilidades intelectuales, especialmente la capacidad en el utilización del lenguaje (hablado, leído y escrito). Sin embargo, la escolaridad no es un fenómeno universal, ni en la historia ni en la geografía en tanto tampoco se desconoce su desestimación relativa o absoluta y, más aún, la concomitante utilización de los latentes para su uso en ‘mano de obra barata’ o de ‘servidumbre’ en sus más diversas manifestaciones, más allá de nuestro pretendido mundo más civilizado, e incluso en innumerables ‘nichos’ dentro de este.
La literatura y otras muestras de expresión artística[7] en nuestra cultura son conmovedores testimonios ilustrativos de este tópico que abordan la orfandad, el abuso y las múltiples formas de disfuncionalidad. Justamente, en atención a estas últimas conjeturo que una excelente novela recientemente leída me haya desencadenado la motivación por escribir este artículo; se trata de ‘Las garras del niño inútil’ de Luis May. (2016). Exento de sensiblera conmiseración el autor concluye: “…, a aceptar que vivir con dignidad es aprender a ser feliz en la infelicidad y que algún día tendré derecho a ser infeliz en la felicidad.”(pag. 206). Por consiguiente, subordinado al mapa socio-cultural y económico, en la latencia el desamparo del niño puede ponerse tanto al servicio de su futuro esfuerzo más o menos adaptativo o, por lo contrario, al servicio de una alguna forma de explotación, tributario de la todavía dependencia, consustancial con el desamparo.
Ya entrando en la segunda década de la vida, la crianza aún sigue siendo necesaria a pesar de que la viabilidad puede estar más consolidada. Con la irrupción de la ‘pubertad’, que constituye un ruidoso y visible fenómeno de nuestra biología al compás de los marcados cambios físicos producto de la erupción hormonal, el segundo tiempo de la psicosexualidad humana se reactiva y queda definitivamente instalada; y en los devenidos ‘hombrecito’ y ‘mujercita’ van decantando así las ‘predisposiciones’ adquiridas en la interacción entre el genotipo y las experiencias infantiles, especialmente del Complejo de Edipo/Castración. Sin embargo, desde la perspectiva de la ‘vertiente psicosocial’ que propongo conviene restringir el ‘determinismo irrestricto’ de las experiencias infantiles, propio de la ‘cosmovisión positivista’ del psicoanálisis tradicional y, entender en cambio las mencionadas predisposiciones en términos de ‘repertorio’, más o menos acotado propio de cada individuo; repertorio singular, más o menos flexible, en un permanente interjuego con la realidad fáctica de cada momento de la vida; es el campo dinámico de tal realidad el que activa tal o cuál parte de dicho repertorio. Insisto, con estas últimas afirmaciones pretendo diferenciar esta perspectiva psicosocial de las clásicas consabidas posturas evolutivo-lineales.
Es en la adolescencia en cambio, donde más allá de la biología las diversas realidades fácticas, subordinadas a las contingencias epocales, pertenencias socio-culturales y económicas van influenciando en sus polifacéticas características, y más especialmente en su duración. Basta la simple observación para ver como el techo de una prematura adultez se cierne en ámbitos socioculturales más chatos y ese mismo techo se expande cuando esos ámbitos son más exigentes o sofisticados; por lo que se puede afirmar que, a mayor exigencia y sofisticación ambiental la adolescencia y la extensión de la dependencia se hace más extensa y, a veces… casi interminable. También, gran parte de las floridas manifestaciones psicopatológicas de esta etapa pueden entenderse, en términos panorámicos amplios, desde el desfase entre la creciente madurez corporal y la inmadurez psicológica para administrarla.
“…el sujeto establece una relación dialéctica con el mundo…..transforma las cosas, de cosas en sí, en cosas para sí. A través de una praxis permanente, en la medida en que él se modifica modifica el mundo, en un movimiento de permanente espiral”. Pichon Rivière (1971, p. 340, su resaltado)
Adaptación a la realidad[8]. Todo el trabajoso y extenso período que abarca la crianza en el hombre apunta finalmente a alcanzar la ‘adultez’; etapa ésta que consiste en la capacidad de ejercitar, ya sin tutela (amparo) las diversas funciones y los roles en el mundo de los adultos. Habiendo puesto el énfasis en la característica diferencial de nuestra especie de vivir en un mundo construido e incesantemente cambiante de la realidad humana, resultaría entonces atinado explorar la validez de enfocar una sistematización psicopatológica conforme a las modalidades de adaptación e inserción a dicha realidad. Esta sistematización no descartaría las otras que circulan en el ámbito psicoanalítico, sino que solo pretende proveer un esquemático cuadro de puntos cardinales orientativos acerca de la modalidad de tal inserción que permitirían discernir –a grandes rasgos– lo que convencionalmente se concibe como ‘salud’ y ‘enfermedad´. El autor del epígrafe, en línea con su condensado y preciso contenido, propone cuatro amplias categorías; a saber: ‘adaptación activa a la realidad’, ‘adaptación pasiva a la realidad’, ‘inadaptación pasiva a la realidad’ y finalmente, ‘inadaptación activa a la realidad’.
La adaptación activa a la realidad el mismo autor la define (continuando la misma cita) cuando enuncia que “…(el sujeto) transforma las cosas, de cosas en sí, en cosas para sí. A través de una praxis permanente, en la medida en que él se modifica modifica el mundo, en un movimiento de permanente espiral”. Pueden reconocerse en esta definición varios términos a destacar; estos son: ‘ transforma’, ‘praxis’ y ‘espiral’. En el término transformación (transforma) se denota la direccionalidad del curso de los movimientos evolutivos, tanto de la realidad humana como de la función y capacidad transformadora de la mente humana. La praxis involucra el aprendizaje por la experiencia misma, la ‘acción’ en términos sartreamos. En tanto el espiral experiencial se opone al monótono círculo de la repetición. Más escuetamente: experiencia vs. repetición. Todo esto, a su vez, coincide en gran medida, con la postura que Freud adopta en su trabajo de 1924 (pag. 195) cuando diferencia la conducta ‘aloplástica’ de la conducta ‘autoplástica’: “Llamamos normal o ‘sana’ a una conducta que aúna determinados rasgos de ambas reacciones: que, como la neurosis, no desmiente la realidad, pero, como la psicosis, se empeña en modificarla. Esta conducta adecuada a fines, normal, lleva naturalmente a efectuar un trabajo que opere sobre el mundo exterior, y no se conforma, como la psicosis, con producir alteraciones internas; ya no es autoplástica, sino aloplástica (resaltado mío) (estos últimos términos J. Strachey se los adjudica conjeturalmente a S Ferenczi).
En cuanto a la ‘adaptación pasiva a la realidad’, Pichon Rivière incluye a las neurosis en un sentido amplio. También cabría agregar en esta categoría, incluso como su paradigma, a las ‘personalidades sobreadaptadas’ que describe David Liberman (1982) (Arbiser, 2014), personalidades que, según este autor, tienen gran propensión a las incidencias psicosomáticas. En estos casos la realidad fáctica se impone en forma incuestionable y exenta del ‘juicio crítico’.
La ‘inadaptación pasiva a la realidad’, comprende –insisto, en términos muy generales– a los pacientes psicóticos, es decir a aquellos casos en que el desvalimiento los margina del contacto con la realidad, y que ese desvalimiento los condena a requerir ser asistidos, de alguna manera, por agentes que les permita su supervivencia en dicha realidad. En este caso el ‘amparo’ no está al servicio de una crianza formativa sino que es más bien ‘protésica’.
La ‘inadaptación activa a la realidad’, Pichon Rivière las refiere a la psicopatía, aunque sería más atinado y actual, incluir en esta categoría a aquellas ‘personas de acción’ que de alguna manera, más que adaptarse, usufructúan de muy diversas maneras la realidad a través de la habilidad para detectar los resquicios frágiles del mundo y los flancos vulnerables de los demás. Un desarrollo prematuro de tales habilidades proveen un ‘piso y un techo bajo’ que coartan el ejercicio saludable del ‘ensayo y error’, propio especialmente de la etapa adolescente.
Concluyendo, bajo la cobertura del amplio tema del desamparo, me interesó destacar en este artículo la decisiva significación de la ‘crianza’ en nuestra especie indisociablemente anudada a un desamparo ‘constitutivo’ de origen; tanto en la filogenia como en la ontogenia. En contraste con las demás especies biológicas en las cuales la genética se ocupa de asegurar la supervivencia de los más aptos (Darwin Ch, 1999), los humanos necesitaron construir su ámbito sociocultural para poder compensar y protegerse de su indefensión y desvalimiento. Ámbito de una alucinante movilidad cambiante –más aceleradamente en nuestra época– en contraste con la relativa quietud genética. Este enfoque, a tono con la vertiente psicosocial del psicoanálisis que sustento, propone centrar la atención en la diferencia cualitativa entre la realidad natural y la realidad humana; en tanto esta última constituye ese hábitat ‘construido’ que nos obliga a una prolongada e incierta crianza para alcanzar cierta viabilidad y alguna forma de adaptación. El ‘aprendizaje’ –entendido en términos amplios– constituye el eje gravitacional de la crianza: aprendizaje tanto ‘experiencial’ como aquel sustentado por los múltiples ‘sistemas educativos’. Los tratamientos psicoanalíticos apuntan –en última instancia– a compensar, desobstruir y reencausar el permanente aprendizaje de la realidad, que en términos clásicos de nuestra disciplina actuaría sobre la serie disposicional de las clásicas ‘series complementarias´, que abarca –precisamente– la crianza.
[1] Una exposición más amplia de esta vertiente en Arbiser, S. (2017).
[2] El término “dominio” debe considerarse con reservas en tanto sigue siendo aún notoria nuestra debilidad tanto ante catástrofes naturales como sociales que nos superan.
[3] El tamaño craneano y la estrechez de las caderas de la hembra humana, producto de la bipedestación, acortan en forma notoria (más de la mitad) el tiempo de gestación (Leakey, op cit).
[4] Cuya sede material y su posibilidad de existencia es el cerebro, especialmente el lóbulo prefrontal.
[5] Subrayo “casi” en tanto relativizar la afirmación taxativa. No desconozco cierta posible actividad psíquica en el mundo animal, y admito además, por otra parte, cierta ‘humanización’ en los animales domésticos.
[6] Debe entenderse en términos esquemáticos que prescinde de los múltiples matices de género que conforman nuestra realidad fáctica presente.
[7] Ver al final fotos de gran calidad artística y sensibilidad humana cedidas por el colega Dr.Carlos Rozensztroch
[8] Para una exposición más amplia del tema remito a Arbiser S (2017)
Fotos cedidas generosamente por el Dr. Carlos Rozensztroch.
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