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Es un film documental, una docuficción, que ajustadamente describe el despido de obreros de la Casa central de una industria alemana -con representación en una ciudad francesa- y las consecuencias resultantes y raídas, que no han de servir para abrigar ya más al bando galo, con su cohorte de mil despedidos, decepcionados, vencidos, en todas las etapas; en la mesa de negociaciones, en la ocupación del complejo industrial, en sus manifestaciones en las calles, empujados afuera por las fuerzas policiales blindadas con cascos y escudos, que se imponen en batalla cuerpo a cuerpo acabando con el retiro total de los alzados.
No es ocioso mencionar los motivos de lo tratado: el cierre y retiro de la fábrica, la desocupación resultante, la competitividad, las expectativas frustras de la empresa en las ganancias, el encuentro de dirigentes y asalariados llegando a los callejones sin salida, que manea a unos y a otros.
No es menos ocioso apuntar la fina mano del director en moverse entre los manifestantes apretados, las masas de hombres y mujeres que fluctúan como una marea de rostros y cuerpos, entre estandartes y banderas, en un vaivén virtuoso y doloroso, captado sabiamente por el realizador.
El film deja un regusto amargo, tiene el clima de los films de Laurence Cantet, (Recuersos humanos, 1999. cuando pintara los conflictos de un muchacho, crecido a la sombra de la fábrica, y debe unirse a la lucha por las lejanas treinta y cinco horas semanales; o En la clase, (2008) en la lidia de un joven maestro con una masa estudiantil áspera y desencantada en su visión ante el futuro).
El director hace la apuesta por un film de personajes anónimos, sentados civilizadamente en repetidas y pacientes sesiones: los representantes de la firma versus los dirigentes sindicales, con la exceptuada actuación de un líder obrero -la actuación de Vincent Lindon, que acierta en su composición de agitador que está muy bien en su razonada, apasionada e infatigable dialéctica, en renovados recursos actorales, jugados hasta el fin-.
Hay otros apuntes sociales presentados discretamente, son mínimos pero pesan; las discusiones internas de los activistas sindicales, sus divisiones, sus desánimos y decepciones, sus recíprocas imprecaciones las sombras del “quedar en la calle”, el bla-bla-bla de la burocracia gubernamental, no menos infatigable, que la de los otros bandos, en sus reclamos.
Y otras miradas subjetivas: el director no descuida echar miradas oblicuas a los vientres grávidos de las mujeres de los luchadores mujeres que esperan, mientras sienten la agitación del afuera, apretárseles adentro, una de las pocas notas de intimidad amenazada que el film se permite, pero si es breve el apunte, no es honda menor la apretura.
En verdad que el film es valiente hasta en eso: la tenaz lucha de todos los participantes, el silencio al que a veces llegan, irresolutos unos y otros y no tan decididos ante el abismo que se les presenta, los dos bandos colgados en el acantilado precario y misérrimo de la técnica y la globalización.
Al igual que la materia con su aire, su agua, su tierra y su fuego, en este film ellos no faltan, especialmente su fuego. Tampoco su terroso silencio.
“La guerra silenciosa”. Francia. 2018. Dir.: Stéphane Brizé. Con Vincent Lindon.
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