El paseo - Chagall
El amenazado. Jorge Luis Borges (Fragmento. El oro de los tigres. 1972)
Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
El amor rompe con las cosas comunes, con la vaga erudición, con el sabor del sueño y destina al resto del mundo a la insignificancia.
No hay amor natural. Lo hay porque se habla, porque hablar es demandar.
“El acontecimiento del amor”, parafraseando a Badiou, jamás dejará de buscarse y, en el mejor de los casos, producirse.
El goce autista es reverberante, culmina sobre el cuerpo propio, se cierra sobre sí mismo. La búsqueda amorosa se refiere, muy por el contrario, al anhelo del encuentro de la plenitud con el otro aunque el resto de lo no realizable se imponga.
Realización siempre por advenir y, una vez rozada, indefectiblemente perdida.
¿Qué es entonces el sentimiento amoroso sino la modalidad más abisal de la ausencia aún en la presencia?
Rompiendo la serie de posibles objetos de deseo, viene a instalarse el objeto amoroso como único. Y en único, grandioso, se convierte también el propio Yo. Signo inequívoco, maravilla de “el encuentro” que Freud abordará en términos de imaginario rencuentro con los objetos primordiales en el apartado El hallazgo de objeto de sus Tres ensayos de 1905.
Una mujer entre todas las mujeres. Un hombre entre todos los hombres.
Como contrafigura de las historias no proporcionales que nos cuentan esos hombres y mujeres que de ello, ¿podría ser de otra cosa? veladamente o no, siguen viniendo a delatar a nuestros divanes como malestar de amor.
Pues de ello, como genialmente intuyó y más tarde conceptualizó Freud a través de toda su obra, se trata. De por qué amo a una y deseo a otra, de por qué cuando él – al fin – dice amarme, ya no lo quiero, de por qué, aunque tanto amo, no puedo gozarlo-la. Y así de seguido. De ese enigma se trata.
Es sobre este malestar por la que los sujetos buscan análisis para interrogarse qué torna tan fallida la supuesta y sólo mítica complementariedad entre los sexos. Mítica complementariedad que, a pesar del desencuentro estructural, puede conducir luego de un análisis a vínculos de mayor placer y menor sufrimiento.
Inútil encontrar supuestas respuestas normativas para la cuestión del amor. Se trata , siempre, del uno por uno, del caso por caso. Nada indica que los sujetos hayan estado libres ni de su exaltación ni de sus desvelos ni que las nuevas coyunturas hayan resuelto el problema.
Redes sociales, teléfonos móviles, sujetos siempre conectados, madres de alquiler, inseminaciones anónimas, monoparentalidad.
Nuevas figuras pero siempre las mismas preguntas, nuevas envolturas sintomáticas pero siempre la misma búsqueda: la búsqueda atemporal del amor.
Algunas claves psicoanalíticas.
El sujeto se encuentra barrado, insabido de sí, alienado, incompleto. Y en correspondencia, el otro como objeto pleno no será ya nunca reencontrado. En palabras de Freud en Sobre la más generalizada degradación en la vida amorosa. Cito:
Hay algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción plena…el objeto originario se ha perdido por obra de la represión y es subrogado por una serie interminable de objetos sustitutivos de los cuales ninguno satisface plenamente.
Pero el vacío puede ser colmado en el encuentro amoroso, con la promesa de ser uno con el otro.
En el amor es el inconsciente quien elige. El pasado se impone en acto, nos dice Freud. Para él, siempre, repetición del Edipo.
Una mujer es para todo hombre un síntoma, dirá Lacan, mientras que el hombre es para la mujer todo lo que se quiera, una aflicción peor que un síntoma, incluso un estrago.
Tanto la mujer como el hombre neurótico suelen enfrentarse con una impotencia para el goce y/o el amor. Habitualmente – aunque con excepciones – la mujer a la manera histérica, el hombre a la manera obsesiva, tal como nos recuerda Freud en Inhibición, síntoma y angustia.
Amor de transferencia
¿Acaso el amor ordinario varía de la expectación de la del hombre o de la mujer echados en el diván? Espera de la palabra del analista que otorgue el don, la clave para saber algo insabido.
La transferencia es amor. Ofrecerse como objeto de amor es constitutivo de la posición de analista. En la experiencia analítica amor y saber van juntos: se ama a quién se le supone el saber, dirá Lacan.
Interpretación y construcción, puras palabras, que sólo si son escuchadas desde esa especialísima posición podrán tener efectos de re significación de la novela familiar, del síntoma sostenido por el fantasma.
Que sólo desde ese lugar, despegado ya de la sugestión prefreudiana, podrá, de últimas, introducir un cambio en el propio discurso amoroso del paciente. Poder demandar algo del amor, tan imposibilitado en la obsesión, poder demandar algo menos del amor, tan exaltado en la histeria.
Espacio privilegiado para hablar de amor con un Otro no gozante del sujeto en cuestión, sino animado, en el mejor de los casos, por el Deseo de analista, en un dispositivo marcado por la huella de una vieja y renovada abstinencia de los cuerpos, metáfora de la prohibición del incesto.
Es el silencio del analista el que llama al fantasma a ser atravesado por vía de la libre asociación, pero llegado a un punto todo aquello que no pueda ser verbalizado, seguirá necesariamente la zigzagueante vía de la transferencia.
La abstinencia del dispositivo impone al analizante pocos caminos: seguir hablando y seguir escuchando, o romperlo: no querer seguir hablando hacia la nada.
Esta puesta en acto deberá buscarse en esa indestructible posición del deseo inconsciente con respecto al Otro del que hace semblante, ahora, el analista. Repetición, sí, y creación.
De allí que Freud se percate, demasiado tarde para su paciente Dora, a tiempo para la teoría, de que lo no simbolizado en la transferencia como repetición de la posición histérica en relación con Freud-padre, se convirtiera en acting-out. Que la paradigmática Dora se interrogaba desde su epistemofilia, que amaba a la señora K. porque quería saber del sexo, que obturando la dirección deseante hacia la otra mujer Freud mismo caía como semblante del padre-castrado de la histérica.
El pasaje del lugar del analista como el que supuestamente sabe, clave de los inicios de cualquier análisis, a su caída será entonces, en sus avatares, el sostén del proceso analítico en el que, de llegar a su fin, el analista quedará como un resto. ¿Y porqué como un resto?
Porque las historias de amor también terminan.
Amor en femenino
Aunque el tiempo haya transcurrido, aunque haya caído el patriarca y su modelo de constitución familiar y cada vez más mujeres obtengan más gratificaciones fálicas del orden del tener – dinero, prestigio profesional, poder – siguen siendo ellas, nosotras, las que presentan como síntoma privilegiado el sufrimiento amoroso.
En el hombre, el deseo pasa habitualmente por el placer fálico, en las mujeres el deseo pasa habitualmente por el amor.
La libido masculina suele tener soportes múltiples siempre que la fobia no los detenga, mientras que el amor femenino suele basarse en la exclusividad. Sin embargo en la clínica actual con mujeres encontramos esa división que era característica masculina en la época de victoriana: maridos a los que se quiere y amantes que causan el deseo. Freud ya lo advertía en su Segunda contribución a la Psicología del amor. Cito:
Esa condición de lo prohibido es equiparable en la vida amorosa femenina, a la necesidad de degradación del objeto sexual en el varón.
También mujeres que han pasado de posicionarse de “mujeres- objeto” a buscar “hombres- objeto” en plena identificación con ese rasgo viril de las generaciones anteriores. Masculinización, pérdida de la posición femenina.
El goce todo fálico suele llevar a los hombres a dirigirse a múltiples mujeres, que van desde el que se divide entre la mujer-madre y la amante de turno, al donjuanismo, donde se ven compelidos a ir de una a otra sin poder detenerse en ninguna.
Todo esto sin desmerecer que hay hombres que aman como mujeres y mujeres que aman como hombres, ya que no nos referimos a la biología sino al posicionamiento psíquico. Y también hombres que, en palabras de Freud, pueden hacer coincidir en una mujer la corriente sexual y la corriente tierna.
Pero contrariamente a la mayoría de los hombres cuyo placer fálico les basta, las mujeres necesitan el signo y las palabras de amor, de las cuales los hombres en general pueden prescindir.
La demanda de amor femenina, el gusto por las cuestiones de amor, es un goce en sí mismo, y el miedo a perder ese amor equivale para Freud a la angustia de castración masculina según escribe en Inhibición, síntoma y angustia.
Será el encuentro con un hombre – y no con cualquiera – que ese goce llevado al acto pueda convertir su vida en un tormento.
La apuesta de los medios de comunicación y de los sexólogos por la supuesta naturalidad y simplicidad del encuentro sexual enmascara su eterna complejidad ya que el mito de la complementariedad entre los sexos se ve trastocado por las diferencias entre hombres y mujeres. El desencuentro es estructural.
Arrebatos femeninos
La pasión amorosa, cambiante en las formas por las modalidades de los tiempos, sigue apareciendo como una marca femenina por excelencia.
Morir de amor, real o psíquicamente, concierne también a los hombres, pero en nuestra cultura se muestra como un paradigma femenino. La tragedia griega ya lo sabía: Fedra es su arquetipo.
Los hombres se apasionan en general por los asuntos civiles. El discurso pasional masculino suele encubrirse por los asuntos del dinero, del poder, de la erudición. Las mujeres, en cambio, aunque cada vez más inscriptas en las cuestiones fálicas del tener, no dejan de presentar un plus, un plus netamente femenino que mantiene una relación especial no sólo con el amor sino también con la angustia, su fiel compañera de ruta.
En el arrebato amoroso las mujeres experimentan el exceso,lo irresistible, el hombre elegido como único horizonte vital. Los momentos en que el amor es correspondido produce una exaltación narcisista, de felicidad suprema, pero cuando no es correspondido, un dejarse caer en la angustia, la depresión, la desesperación.
Allí donde Freud encuentra detrás del gran apego al padre, la vinculación incestuosa con la madre, Lacan hablará de estrago maternal. Más tarde, un hombre puede ocupar el lugar de la devastación materna.
Estos estados femeninos se presentan clínicamente como el reverso de la autonomía femenina en cualquiera de sus ámbitos pues implican el sacrificio extremo en nombre del amor.
Las mujeres desisten entonces en favor del objeto, renuncian a la autonomía en beneficio del amado al que se dedican a sostener. Esta situación, acompañada del desplazamiento de las aspiraciones personales al hombre elegido, sigue siendo una figura frecuente de la clínica actual.
Todos los demás aspectos de la vida quedan entonces anulados por este arrebato que nada ni nadie, mientras dura, podrá calmar. La causa desesperada se pone al servicio de una derrota inevitable y mantiene a las mujeres en un destino de fracaso.
El estrago llega al límite cuando la dependencia se perpetúa aunque el daño o la humillación sean extremas. Situación que puede desembocar en la muerte si se produce el encuentro con un hombre que la juegue hasta el final.
¿De qué advierte la insistencia de esta posición aún en nuestro postmodernismo? Del deseo inconsciente que convoca a repetir el goce absoluto que no pudo realizarse con el objeto primordial y que no se realizará jamás.
Las mujeres instauran entonces una posición invertida en virtud de la cual aman desesperadamente como hubieran querido ser amadas. La hija invoca así al hombre como el que detenta la plenitud, herencia imaginaria del Otro primordial.
El padre, que se significó en la fase fálica como poseedor del falo que desea la madre, ha heredado la omnipotencia con la que ella estaba investida y el fantasma concomitante de un goce ilimitado que tiene y puede ofrecer. La mujer no ha hecho más que desplazar sobre el padre, y más tarde sobre un hombre, la meta de su primer lazo libidinal.
Repetición del deseo inconsciente, indestructible, irrealizable en la infancia y relanzado hacia el objeto de amor.
El hombre imaginarizado como completo, sin falta, se transforma entonces en causa de su tormento, causa de su amor pero también de su otra cara, el odio.
La vocación de las mujeres por crear y mostrar esta escena trágica, su desborde en el lugar mismo del síntoma se deja escuchar en nuestras consultas, periódicamente, aunque sean mujeres con independencia económica y social. La desventura amorosa sigue siendo para ellas el motivo privilegiado de consulta.
Suelen justificar su drama en nombre del amor, que idealizan y transforman en goce supremo y en arma de batalla.
El análisis permitirá a estas Fedras de nuestro tiempo, cuyo discurso nos interpela desde una obstinada fijación, encontrar otro lugar – más advertido – de lo que puede y no puede ofrecer el amor.
El amor y el arrebato maternal
La madre debe operar como Nebenmensch, tal como nombra Freud en el Proyecto a ese Otro que sostiene al cachorro humano en su primera indefensión.
Ese Otro nominante, donador de significantes, decodificador del grito que se transformará finalmente en palabras. Amoroso deseo de la madre, operador necesario de la constitución subjetiva.
Este auxilio exterior va más allá del objeto de la necesidad instintiva que en el sujeto parlante queda perdido para siempre. El cachorro humano, en su camino hacia el objeto, se encontrará con la voz, con las palabras, signos primeros de lo humano que provienen de ese Otro que ejerce la función materna.
De allí en más, como nunca podrá haber repetición exitosa de la vivencia de satisfacción, escribe Freud en El Proyecto, ese resto se transforma en búsqueda permanente, ese resto se constituye en germen del deseo.
Germen de deseo al que la cultura impondrá la ley de prohibición de la madre que consagra a una perpetua derivación de objeto en objeto, de ilusión en ilusión.
El tercero intervendrá como freno y evitará, en el mejor de los casos, el efecto devastador del goce excesivo de la madre, la otra cara del amor materno, que en su versión más patológica implicará al hijo como fetiche.
La orientación de la mujer hacia el hombre se presenta problemática, vacilante, precaria. Freud, que no era ajeno a esta circunstancia, marcó el enigma con la pregunta “¿Qué quiere la mujer?”. Parece haber resuelto el tema de la castración femenina por la vertiente fálica. Tener hijos, en lugar del falo anhelado. Incluso llega a afirmar en su texto La femineidad que para que un matrimonio funcione, el hombre tiene que terminar por ubicarse como hijo de su mujer, culminación de las elecciones de objeto que llama anaclíticas en Introducción al narcisismo : la madre nutricia, el padre protector, junto a las elecciones narcisistas allí descriptas.
En efecto, la mujer puede tomar el camino privilegiado de la maternidad, a la que puede consagrar un pleno amor objetal sin renunciar al narcisismo, y que en su versión más patológica implicará al hijo como fetiche.
Hasta ayer, vivíamos en una civilización en que la representación de la feminidad era absorbida por la maternidad; esta representación ha caído.
Sin embargo, las mujeres pueden obturar la inquietante pregunta sobre la feminidad a través del rodeo de la maternidad: ser mujer será, entonces, ser madre. La alienación del deseo en un objeto puede tomar la forma de la pasión por la maternidad. La ecuación imaginaria mujer = madre habrá triunfado entonces sobre el enigma. Si hay hijo, ya no habrá falta.
La realización materna no parece defender necesariamente a las mujeres de la patología del amor, esta vez encarnada en el hijo.
La “pasión de embarazo” suele aparecer en mujeres cercanas a la cuarentena que deciden exponerse a todo tipo de intervenciones, las veces que haga falta, convirtiéndose la futura maternidad en lo único deseable. El valor del hijo como falo no tiene parangón con ningún otro logro de ese orden.
Recordemos que en la teoría freudiana, el deseo de tener un hijo del padre edípico remite, en sus orígenes, al deseo de pene de que la niña se ve frustrada y que luego de la desilusión materna espera del padre, y más adelante, de un hombre.
El falo circula instalando la simbolización del don. La disimetría entre los sexos se asienta en la economía de quien lo tiene y quien no lo tiene y la niña experimenta su falta en la fase fálica de manera privilegiada en el registro del tener. Esta frustración (penisneid en Freud) inaugurará el Edipo positivo en la mujer que se dirigirá al padre para obtenerlo. Sobrevendrá entonces la privación: la niña no tendrá jamás un hijo del padre, lo que duplicaría el incesto materno, sino de un sustituto.
No tener el falo, querer tenerlo, querer un hijo; tal es para Freud la ecuación freudiana exitosa.
Pero aunque la niña llegue a desear fantásticamente un hijo del padre ahora representado por un hombre no por ello accederá necesariamente a una posición femenina.
Muchas mujeres, de hecho, pueden sentirse satisfechas con la maternidad pero no con su femineidad ni su sexualidad.
Si una mujer imaginariza el falo a través del hijo, no sorprenderá que en esa circunstancia se aleje del hombre, partición entre ser mujer y ser madre. La psicopatología del puerperio no afecta sólo a las mujeres sino a la pareja. El desencuentro estructural se deja notar con especial intensidad en esta época y conduce muchas veces al deterioro o la aniquilación de la hasta allí pareja sin serios conflictos.
El amor maternal no resuelve la cuestión de la femineidad. Una mujer que concibe no se siente por ello más mujer. Por el contrario, la clínica psicoanalítica nos muestra que, en una gran cantidad de casos, la mujer que se ha vuelto madre suele sentirse más apartada de lo erótico que antes.
Amor en masculino
En sus primeras dos Contribuciones a la psicología del amor (1910-12), Freud da cuenta de la bifocalidad del deseo masculino donde la condición amorosa reposa en el clivaje inconsciente del objeto, en tanto el sujeto masculino no está enfrentado al Otro sexo como tal, sino a dos valores del objeto edípico: la mujer sobrestimada y la mujer rebajada, en palabras freudianas: la madre y la dirne, la mujer fácil o incluso la prostituta. Lo escribe así. Cito:
Cuando aman no anhelan, cuando anhelan no pueden amar.
Esta escisión del objeto incestuoso conduce, en una cuestión de grados, a un postulado básico, matriz de la separación entre amor y deseo sexual.
La tal prostituta freudiana queda en nuestro tiempo reemplazada, aunque la prostitución siga existiendo, por la o las amantes. La presencia de la amante corrobora esta disociación, motivo de consulta frecuente en hombres divididos entre las dos.
Freud vuelve a encarar en La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna esta doble moral sexual del varón.
¿Pero qué sucede con esta “doble moral” desde el lado de las mujeres?.¿Están exentas de encarnar alguna de estas dos posiciones, fijarse en una de ellas, obsesionarse por el enigma de la otra?
Ser una mujer no se reduce, evidentemente, a ser la amante, pero la amante la encarna. La mujer legítima no es, evidentemente, la madre, pero suele representarla. La figura de la amante del hombre casado toma entonces una dimensión mítica.
No se trata de dos tipos de mujeres, sino de un mito que las contiene a ambas.Las mujeres pueden atravesar estas dos posiciones alternativamente, fijarse en una o sostener ambas.
Para concluir
He transitado las diferencias entre hombres y mujeres en relación al goce y al amor para testimoniar, desde el psicoanálisis, su desencuentro estructural. Pero a pesar, o por ello, sigue y seguirá habiendo encuentros amorosos, más o menos pero siempre sintomáticos.
Parafraseando a Freud, en Introducción al Narcisismo: Si amas, sufres, si no amas, enfermas. ¿Se tratará, entonces, de amar sin tanto sufrimiento por estar advertidos, luego de un análisis, de los límites propios del amor?
Pues de eso se trata, de ese encuentro contingente que ofrece la ocasión de entrar en contacto con otro que encarnará tanto lo anhelado como lo fallido.
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