Revista#8 - Arte y psicoanálisis | 3 abril, 2025
Adolescencia: la insoportable fragilidad del ser
por Michele Ain

Adolescencia.- serie Netflix

“For all those born beneath an angry star
Lest we forget how fragile we are
On and on the rain will fall
Like tears from a star
On and on the rain will say
How fragile we are”
-Sting

 

La nueva serie de Netflix, que se ha convertido por mérito propio en furor, ha generado innumerables apreciaciones, críticas y comentarios pues no parece haber dejado indiferente a ninguno de sus espectadores.

Escribo estas líneas interpelada también por el trabajo psicoanalítico con adolescentes partiendo de la premisa de que no podemos tener una clínica que trabaje de espaldas a la época, y en el sobreentendido de que los lectores han visto la serie, de la que no ahondaré en detalles de su trama.
Cuestionada por sus pocos detractores por encontrarle un sesgo wokista, la serie es para mí, novedosa, excelentemente guionada y actuada, así como rupturista en su trama y en la apelación a recursos técnicos de los que no nos ocuparemos aquí, pues mucho se ha escrito al respecto. Igualmente no querría obviar el uso del steadycam y la filmación de cada uno de los cuatro capítulos en una sola toma, lo que sumerge al espectador dentro de la escena y logra que sienta en carne propia lo que la escena muestra.

Es casi imposible quedar como mero espectador de una serie que nos confronta a la historia de la dramática pérdida de la adolescencia de Jamie Miller de 13 años, un joven que es detenido y acusado de matar a Katie, una compañera de clase que lo acosaba, hecho que entiendo como una respuesta patológica a una situación de violencia sostenida en el tiempo hacia un chico de apariencia apacible, solitaria y retraída.
Sin embargo, creo que no podemos sostener la mirada reduccionista -la serie no lo hace- de encontrar aquí inocentes y culpables, pues en última instancia, como en todo drama humano, nada es tan simple ni claramente delimitado, no hay solo víctimas o victimarios, y aquí reside parte de la complejidad, de lo que la serie muestra y de lo que lo humano es.

​La serie rompe el molde, trata un tema disruptivo, del que poco se habla y parecemos ignorar, aunque se despliega en toda su amplitud frente a nuestros ojos, los de los adultos: el drama adolescente, el uso y efecto de las redes sociales y la subversión avasallante del orden que nosotros, padres, adultos, referentes, conocimos y en el que crecimos.
La vida cotidiana de la familia Miller se vuelve en unos minutos una pesadilla oscura que nos sumerge en un abismo: el de la tragedia que como tal, anticipa un final funesto a partir de la caída de Jamie (y su familia). Ya no habrá escapatoria al destino inevitablemente doloroso y sufriente, es la peripecia a la que asistimos en cuatro capítulos de clima opresivo, caótico y angustiante.
Durante el desarrollo de la trama vamos siendo sorprendidos, al igual que los personajes, en nuestra ignorancia, y descubrimos que nadie sabe nada. Menuda sorpresa, tamaña afrenta narcisista. Ni nosotros espectadores, ni los adolescentes, ni los padres, ni los maestros, ni la policía, ni los directores de las instituciones educativas, ni los abogados, y así hasta llegar a las instituciones más sólidamente constituidas.

Si el mundo adolescente siempre encerró una gran cuota de enigma para el adulto, se revela aquí un abismo insondable, que se vuelve paradojal si pensamos cuánto ha contribuido el desarrollo tecnológico a mantenernos informados, a saber, a conocer, incluso a pesar nuestro, de lo profundo y lo banal (muchas veces con el mismo énfasis), de lo histórico y lo contemporáneo, de lo lejano y de lo cercano, a una velocidad y accesibilidad antes impensada.
Esto parece discurrir, a mi modo de ver, principalmente por dos carriles: el del caos y el de la fragilidad

El caos, que descubre el investigador del caso en el colegio al que también asiste su hijo, que por supuesto preexiste pero nadie puede ver, tiene relación con la ausencia de límites, la apatía generalizada y subversión tanto de las jerarquías ordenadoras de los lugares como de los valores. Los chicos no aprenden, los directores ocultan irregularidades severas, los alumnos encubren a los docentes omisos, y los padres tranquilos porque sus hijos están allí, donde corresponde, esforzándose por labrar su futuro.

Pero sus hijos no piensan en el futuro, están incómodos, abúlicos o violentos y/o violentados por un mundo que se aparece hostil e inhóspito. El bullying es moneda corriente, se convive con él y se naturaliza la violencia, con su previsible efecto multiplicador.
Cuando finalmente el hijo del investigador decide develarle a su padre el lenguaje y los códigos que solo los adolescentes manejan, como un dialecto críptico, algo se ordena, precisamente cuando el joven adolescente le dice a su padre, también policía, también investigador: “No estás captando lo que pasa…me dio pena verte tan perdido en todo esto.”
Es solo a partir de la revelación y el esclarecimiento para el adulto de ciertos términos manejados por ellos y que son determinantes de muchos aspectos de sus vidas, tales como Incel (célibe involuntario), hipergamia, la aceptada teoría del 80/20 (esto es que el 80 % de las mujeres es quien elige al 20% de los hombres para tener relaciones sexuales, lo que deja en desventaja y casi imposibilidad de oportunidad a los varones de tener encuentros sexuales con mujeres), el significado atribuido a los emojis y sus respectivos colores, íconos que representan ideologías, así com el uso de las imágenes y fotografías exhibidas en Instagram, que un corazón violeta no significa amor sino deseo sexual, que queda en clara evidencia la distancia generacional.
Un glosario decodificado es testimonio de nuestra ignorancia como adultos del mundo adolescente, y de adolescentes ignorados e ignorantes de los límites y de las posibilidades de instituir un orden que corresponde al mundo adulto.

Por lo tanto, la serie solo tangencialmente estará dirigida a la búsqueda de los culpables del asesinato de Katie, y devendrá principalmente en una fotografía implacable de la fallas del mundo adulto que parece haber claudicado en su función unas veces, y otras, intentar ejercerlas de la mejor manera posible, incluso a partir de cuestionar las fallas de sus propios padres, pero sin poder sortear el opaco o invisible muro de la incomunicación y la incomprensión. Es que la identidad adolescente hoy parece construirse entre las cuatro paredes de su habitación que lo lanzan al universo digital en absoluto desamparo.

La fragilidad, un cierto analfabetismo emocional, de todos, adolescentes y adultos, parece ser la base sobre la que se edifica precariamente lo antedicho.
La serie nos confronta sin piedad a nuestra humana fragilidad, cuando nos destituye del lugar de un cierto saber, nos muestra en el espejo de la endeblez y la inconsistencia para afrontar las peripecias y crisis vitales, porque inermes, desamparados deambulamos a tientas por el mundo, como padres, como hijos, como amigos, como hermanos, como humanos lanzados a ocupar lo mejor que podemos nuestros lugares en el mundo, a veces sin brújula ni timón, en el anhelo del encuentro fortuito con otro humano que nos garantice cierto amparo.

Es a este lugar al que nos remite la última escena del segundo capítulo de la serie, cuando el detective-padre abandona el colegio a la hora de la salida, sorprendido y angustiado por la revelación que le hace su hijo y la constatación de su orfandad, del no saber nada, del no saber del sufrimiento de su propio hijo, del asesinato, del colegio, de la soledad inmensa como compañía exclusiva de esa marea humana que desde una toma de altura se ve abandonar el Colegio, otro día más y otro día menos, mientras suena como si cantaran a coro la canción Fragile, de Sting, con la que elegí comenzar este comentario.

 

 

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