Harrieta Styles
Desde hace unos años, se habla de la proliferación del miedo en la cultura posmoderna y el miedo colectivo es tomado como objeto de estudios sociales e históricos (Bourke, 2005; Stearns, 2008; Timmermann, 2014; Aschmann, 2014; Anton Hurtado, 2015).
Furedi (2006) asevera que ésta debe ser nominada la “Era del miedo” ya que en el siglo XXI se describen una serie de “temores específicos” y se afirma que las personas dan sentido a sus experiencias a partir de “narraciones del miedo” sobre amenazas globales (terrorismo, SIDA, calentamiento global). Tizón (2010) enumera esos nuevos temores deudores de los cambios que la sociedad líquida ha impuesto.
El miedo como manifestación afectiva ha estado siempre presente, pero en ciertos momentos sociales parece ocupar la escena como expresión privilegiada del malestar que la época nos impone. En Uruguay, Prego y Bertrán (1973) señalaban el efecto de la irrupción de la realidad social de la dictadura militar en la ansiedad en la infancia.
Centrarnos en la dimensión de novedad que el miedo cobra en esta época, sería desconocer los estudios que sitúan el miedo como presente en Occidente a lo largo de la historia ( Delumeau, 2018) y negar el lugar que se le ha otorgado como emoción nuclear en la experiencia humana ( Pankseepp, 2005).
En los estudios sobre la infancia, el miedo es un tema relevante para la psiquiatría, la psicología y el psicoanálisis, si bien sostienen distintas teorizaciones sobre la etiología, el diagnóstico y tratamiento. Es necesario situar la pluralidad conceptual y las lógicas que sustentan las prácticas clínicas que despliegan dichas disciplinas y los saberes que construyen. Si bien dichas disciplinas son agrupables en tanto pueden configurar el grupo denominado “saberes psicológicos”(Duarte, 1997) con el poder de intervenir en la sociedad, divergen esencialmente por la noción de sujeto y de niño que sustentan.
La psiquiatría abordó el miedo en términos de ansiedad, en el marco de las categorías diagnósticas: como trastorno de ansiedad especifico, como ansiedad de separación, ansiedad social, ansiedad generalizada, en el trastorno obsesivo compulsivo, en el estrés postraumático y como pánico. El miedo devenido ansiedad promovió la proliferación del uso de psicofármacos para su tratamiento (Tone, 2009; Frances, 2014; Gotszche, 2016).
En esta perspectiva, se presta atención a la persistencia del miedo a lo largo del tiempo y a la intensidad, variables que definen si ha tomado la característica de trastorno al invadir la vida cotidiana de niños y adultos. En general se propone la realización de psicoterapia cognitivo – conductal, y se recomienda la combinación con tratamientos farmacológicos para el control de los síntomas (Ballesteros & Sarmiento, 2013).
Huberty (2012) advierte que a pesar de que los trastornos de ansiedad están mal diagnosticados, junto con la depresión son los problemas de salud mental más frecuentes en la niñez. Los temores de los niños – en términos de ansiedad- anticipan la emergencia de trastornos en adolescentes y adultos; y se advierte que éstos miedos de infancia desemboquan en patologías del adulto.
Desde la Psicología Clínica la construcción de conocimiento se gestó a partir del movimiento de enumerar las situaciones temibles para el niño. Ingresan en la lista diversos miedos: el miedo en la consulta odontológica (Tiwari, Tiwari,Thakur, Agrawar, Shashikiran y Singla, 2018); la fobia a los médicos (Motz,2017); el miedo a la muerte ( Slaughter & Griffiths, 2007); las fobias a animales (Méndez, Rose y Orgiles, 2005) y el miedo a la oscuridad (Méndez, Rose y Orgiles, 2005b) entre otros.
La producción de saberes acumulado es amplia, pero la posición ante el miedo en la infancia es la de circunscribir su causa al objeto o situación desencadenante, y promueven soluciones terapéuticas generales peor específicas para cada tipo de miedo. Se indica a los padres cómo manejarse con los miedos de los hijos, y en algunos casos se señala la confluencia etiológica entre madres ansiosas e hijos temerosos. Se promueve la idea de que el control de las emociones es algo a enseñar, y se pondera positivamente que el niño cuente con el apoyo familiar (Guillemette 2012, Ollendick, Langley, Jones & Kephart, 2001).
En estos discursos queda visible que el temor del niño interpela al adulto, y desde el saber “psi” despliega diversas estrategias para controlar y medir los miedos de los niños; se construyen y ponen a pruebas escalas según las edades y/o género, intentando separar lo esperable de aquello que sorprende; intentando apresar lo imposible de dominar: lo pulsional, lo inconsciente, el deseo, la angustia...
Bourke (2005) recorre la historia de los aportes del psicoanálisis describiendo algunas de las hipótesis de la génesis de los miedos en los niños y enfatiza el papel otorgado a los padres, en especial a la madre. Comenta que ubicaron el problema en torno a cuestiones de la crianza: los temores de la madre durante la gestación y las huellas en el feto; las amenazas de los adultos con figuras terroríficas; la transmisión de enseñanzas religiosas; entre otras. La autora señala que con el psicoanálisis también se anulan las causalidades que se sostenían con anterioridad para comprender las pesadillas. Ya no fue suficiente la hipótesis de presencia de malestares somáticos detrás de las malas noches de los niños. Toma los postulados de Jones para recordar que: “la explicación como la solución al problema de las pesadillas fue el psicoanálisis /…/ que Freud había demostrado que la angustia (traducida en términos generales como ansiedad) era causada por diversas anomalías en la función de las actividades sexuales”(Bourke, 2005, p.122)
Respecto a este enunciado, es relevante subrayar ese desliz entre angustia y ansiedad, pues la consideración sobre el miedo no escapa a la referencia a la angustia y a la ansiedad. La delimitación de estas dos nociones como diferentes continúa vigente para el psicoanálisis, si bien también prima la pluralidad de teórica en torno a esa precisión conceptual. Esto es consecuencia de la derivación de las raíces etimológicas y las sucesivas traducciones tal como señalan Juan, Etchebarne, Gómez y Roussos (2011). La recepción de estos conceptos produjo algunos casos la igualación de las nociones equiparando la ansiedad a la angustia o promovió desarrollos teóricos en los que se justificaba la diferencia entre ambas. En este sentido, Wainsztein (2003) es uno de los que argumenta que sigue siendo válida la distinción en tanto él adscribe la ansiedad a un efecto del malestar en la cultura, y ubica a la angustia como facilitadora del trabajo analítico, fenómeno inherente al proceso.
En esta multiplicidad de nociones que se superponen (miedo, ansiedad, angustia) desde el psicoanálisis es ineludible incluir en la serie muchas más: fobia; sexualidad infantil, Edipo, castración, falo, entre otras. Los miedos de los niños quedaron anudados a la consideración de la angustia desde el Análisis de la fobia de un niño de 5 años (Freud, 1908/1992), texto inaugural y referencia ineludible para pensar el niño en psicoanálisis. Los temores en la infancia adquirieron una doble faz: como parte de la constitución del psiquismo pero también en relación a cierto detenimiento, cuando el malestar que no pasa y deviene síntoma en la neurosis de infancia.
Freud (1995/1926) mencionó que los temores presentes en los niños: el miedo a la soledad, los extraños y la oscuridad, aparecen con frecuencia y serían un pasaje obligado en la niñez “normal”. Noción aún actual, que Waserman (2008) y Mundiñano (2014) vuelven a rescatar, los miedos de los niños son pasajeros y constituyen momentos necesarios en su advenimiento como sujetos.
El niño recorre un circuito en el que puede efectuarse un pasaje del miedo a la angustia y de ésta a la construcción fóbica. Con los aportes de Lacan, a partir de la creación del objeto a no fue posible sostener la delimitación entre el miedo y la angustia en función de la presencia de un objeto (Lacan 2012/1962). El a como objeto de deseo y objeto perdido señala la hiancia que puede ser ocupada por cualquier objeto y por ninguno a la vez. Podremos situar entonces el enlace entre miedo y fobia, en tanto “una fobia es una elucubración de saber “sobre” o “bajo” el miedo, en la medida en que ella es su armadura significante”(Miller, 2017, pág.20)
El sujeto que teme, anticipa las posibilidades de encuentro y de evasión, al ordenar y clasificar las situaciones que lo acechan, construye un saber sobre el objeto temido. Simula el proceso de cierta psicología clínica que fragmenta los tipos de objetos temidos para construir saber… ¿sobre el miedo del niño? o ¿sobre el objeto temido?, ambos constructores de saber coinciden en seguir eludiendo el punto de emergencia de la angustia, la vacilación del sujeto ante el deseo del Otro.
Al poner diversos nombres a los miedos de los niños, suele resultar obvio, suponer el miedo a la muerte en los niños y más en estos tiempos de pandemia; sigue siendo frecuente que se le supongan temores sin escucharlos sino partiendo de los sentidos que los adultos usan para cubrir sus propios huecos de saber. Son lógicas ajenas al niño, y el miedo a la muerte no constituye un eje central. Así lo recuerda Nominé (2016), al enunciar que en tiempos donde se les asegura a los pequeños la supervivencia, se les otorga el valor de objeto amado y anhelado, no es ante la muerte que el infante flaquea, sino que se tambalea ante lo insondable del deseo del Otro.
Roy asevera : “El miedo que se dice es, a la vez, marca de una herida y construcción de un borde, de un límite, en el corazón mismo del sujeto. Es así como lobos, tiburones, cocodrilos y otros monstruos se vuelven para los niños, según el caso, animales de compañía o síntomas de una angustia desbordante”(Miller, 2017, pág.18)
El límite, la herida, la angustia ante el deseo del Otro son cuestiones no formuladas y eludidas cuando los miedos de los niños son anclados en la serie de la ansiedad o cuando se toma al objeto como causa efectiva y única. En ambos casos no es sopesada la singularidad de la historia significante-pulsional del niño y el entramado familiar de la estructura que lo precede. Los adultos temen no tener respuestas, construyen saberes disciplinares para librarse de la impotencia que les impone el niño como sujeto pleno.
Los niños con sus miedos muestran sus propios saberes: “saben los secretos de familia; saben del deseo de los padres, aunque solo sea en virtud de ser su síntoma; saben del deseo de los pedagogos” (Miller, 2017, p.24).
No podemos desconocer que los saberes psicológicos están atravesados por implicaciones ético- políticas y que generan discursos y operan en las formas de vivir de los sujetos, el protagonismo de la neurociencia y de la industria farmacéutica patologizan manifestaciones de la vida cotidiana, la psiquiatría y la psicología son llamados a señalar y curar las conductas que se desvían de la norma (Sundfeld, 2015).
Cuando los saberes buscan educar y anticipar males mayores en función de preservar a los niños, éstos son capturados en función de un tiempo por venir, en el que advendrán como sujetos plenos; se los niega como sujetos en el hoy y se elude escuchar el saber que portan. ¿Serán los miedos de los niños el nuevo foco de patologización de la infancia?. Para escapar a las lógicas que dichos saberes psicológicos consolidan será fundamental estar atentos a los discursos que se promueven, amparados en la ética inherente a la clínica psicoanalítica con niños. Que dicha práctica siga siendo subversiva impondrá la formulación de viejas y nuevas interrogantes: ¿ qué son y qué función cumplen los miedos de los niños? ¿qué dicen los miedos de los niños del entramado deseante en el que están inmersos?¿qué saben los niños de sus miedos? Y finalmente, ¿ qué dicen los miedos de los niños de los temores de los adultos que lo traen?.
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