Con su cabra y su cubo de leche y sus jarros, emprende decidida el camino
que la habrá de llevar de la montaña a la plaza del pueblo,
acompañada con sus zuecos como fieles mastines,
y los zoquetes rústicos, que la protegen de los primeros fríos,
junto a las tinieblas de los cerros madrugadores
que alumbran el camino, con el progresivo parpadear de las estrellas,
como apagando cirios de una catedral abandonada y rústica, sin sacristán y sin cura.
Ella sigue el descenso acompañada de los ágiles saltos de su socia caprina,
que ágil salta y baja, y vuelve a saltar, sabio animal volante, que prosigue
el descenso, tenaz y experiente, entre piedras, guijarros y hierbajos muertos,
mientras un inesperado aire caliente sale del pecho de su ama, portando una ignota canción.
La música lejana de las estrellas acompañan a la aldeana pobre, junto a los cercanos sonidos familiares de los cencerros del animal,
que exhala bocanadas de aire frío de su hocico seco
del que salen como vellos, tallos duros de su belfo y de su hocico de vieja
fiel, que ha ramoneado en el camino el escaso verdor que ha conseguido.
Hay un cura de la cercana parroquia que le habrá de volver a pedir a
nuestra pobre aldeana, que no habrá de serle ajeno al Señor, que alegre las tristes paredes desconchadas de la desolada nave de su iglesia, con las queridas prendas rojas y gualdas de la bandera del país.
Le hablará de la alegría que invade la mirada de Dios cuando contempla en las paredes de algunos hogares de sus fieles,
como acogen entre sus paredes de los altos cerros, inesperados visitantes en novedosos atuendos
en rojo, índigo, magenta y dorado.
Pero ella al oírlo, desconfía de aquellas palabras del cura que más propiamente le parecen del diablo,
que no las tiernas palabras de un cura continente, solitario y pobre.
Ella entonces musita laboriosas palabras que salen de su boca,
como mendrugos remojados en agua bendita: “Señor, he aquí mi leche, mi queso, mi llanto salobre,
es todo mi óbolo, que a Ti yo te ofrezco ”.
Si ellos la escucharan de seguro le darían el sí, a su vida ahorrativa y mustia, y a ella le parece oír entonces las voces de sus padres que descienden del cielo, y la alientan en su entrega de estrechez y armonía.
Ya se divisan los tenderetes de la plaza del mercado, ya mugen las primeras vacas vecinas,
ya rompen la jornada los primeros saludos, que son todo su anhelo, mientras se inclina a tomar su cazo, su jarro y su ofrenda blanca como la nieve, para ofrecerla entre los primeros paisanos, mientras un sol avergonzado, demora en salir.
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