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El realizador ha fijado los ojos en los “stunts” o dobles de escenas de riesgo en los estudios de cine. Ellos juegan como fieles escuderos, siguiendo, como en perenne homenaje a su héroe protagonista, tornándose en una suerte de buen amigo o de hermano menor. (DiCaprio {Rick Dalton} y Pitt {Cliff Booth} juegan este heteróclito “lugar doble”, de modo formidable).
Hay espíritus observadores que han destacado que en este noveno opus del realizador, le dice adiós a un cine de fines de la década de los sesenta, cuando ya no era posible seguir con una televisión de seriales que prolongaban su agonía, como “Bonanza”, “Flash Gordon”, y “FBI”; o actores mediocres que fungían de vaqueros que se habían vuelto, a fuer de repetidas, figuras involuntariamente cómicas, que ya no enganchaban a nadie, excepto el prestarse para auspiciar comerciales, o esponsorear lugares de comida rápida.
Tarantino le clavó el cuchillo al “espíritu del tiempo” de esa década, y a ese cine y a esa TV. El creador toma algunos elementos de la masacre llevada a cabo por la comparsa temible del clan Manson; menta a Polanski, nos deja una conmovedora estampa de Sharon Tate (Margot Robbie) -una de las víctimas- pinta con brocha inigualable un hato de poseídos, frutos de una cosmología que tenía en su cocido de brujas, el movimiento hippie, los veteranos de guerra, que quedaron enterrados en el pantano de Vietnam; y más brotes teratoides de esa misma sociedad loca e imperial, que no obstante supo dar a luz a un Paul S. Anderson, a un Woody Allen, o a un Quentin Tarantino.
´Este es un maduro y joven creador, hacedor de inabordables, costosas y difíciles creaciones, que despliegan sobre una tela los variados matices que labran su malla, que tejen su canevas. Las refulgentes joyas despliegan una infaltable violencia, un montaje sabio, que zamarrea al espectador con su ritmo; breves compases gravosos anticipan un tiempo tormentoso, henchido de “ruido y de furia”; sus films tanto pueden evocar a Cervantes, como a Shakespeare, como a Dante.
Los oratorios de sus telas remiten también a las Escrituras, sobre todo a las Primeras, con un pistolero, tan mensajero como un profeta, cumpliendo los mandatos de un Jehová cruel, acompañando su plegaria con fuego de metralla.
Entonces, la venganza, la guerra, el mundo del oeste, el viejo Hollywood, son ámbitos imaginarios, donde se puede prever, intuir, adivinar, sones como truenos y relámpagos que iluminan puntos deslumbrantes en esta historia.
También se podrá encontrar en el estante de los enunciados, una profusión de sinsentidos, pleno de ambigüedades hecha de tintes morosos, incomprensibles, barrocos, que envolverán al espectador con los palpitantes frutos de un corazón dotado aun de un lozano empuje creador.
Los films de Tarantino son largos, algunos se levantan y se van, no soportan las tres horas y media que dura el film, verdaderas óperas de fin de siglo, que reaparecen emergentes en el nuevo milenio. Este mundo imaginario repite, como tropieza el hombre con la misma piedra y no puede no volver a hacerlo. La atmósfera se hace familiar, el espectador se repantiga en su butaca, esperando lo esperable y lo inesperado, pero si se torna fan, sabe que nunca se habrá de aburrir, ni levantarse para irse.
El abanico que Tarantino despliega, ya muestra una galería del humor, como un baldío del horror, en compartimentos separados, pero a veces los telones se mezclan y la pantalla se escinde en una calle de Beverly Hills, y/o unas casuchas tenebrosas que no parecen un paisaje de western, sino un arrabal de la Divina Comedia, con su “lluvia de fuego” incluida.
“Había una vez en Hollywood”. EEUU. 2019. Dir.: Quentin Tarantino. Con: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Bruce Dern, Dakota Fanning
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