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Henry James, narrador anglo-americano de numerosa producción —signada (en cierto modo) por el espiritismo (o espiritualismo) que embargó a su hermano William—es, ante todo, un gran escritor. Su prosa es hermosa, abundante, misteriosa y no exenta de dificultades para que el lector se sumerja en las honduras de su escritura. Lectores y espectadores sin embargo se atreven a entrar en ese mundo del cual el cine supo sacar buen provecho. La heredera (1949. Dir.: William Wyler, Con Montgomery Clift, Olivia de Havilland) ; Posesión satánica (1961. Dir:: Jack Clayton, Con Deborah Kerr); Las alas de la paloma (1997. Dir: Iain Softley, Con Helena Bonham Carter, Charlotte Rampling), y con estos relevantes títulos bastaría. Pero restan estos “Papeles de Aspern”, que dan comienzo al film con un cadáver yacente en las orillas de una playa en Viareggio, y el lente de la cámara se detiene en el cuerpo ya inmóvil, a merced del pequeño oleaje, y en los anillos, que ornan uno de los dedos de una de las manos del hombre sacrificado.
El corte en el cambio de escena da a ver una casona, donde destacan dos estatuas blancas de cuerpos desnudos, erigidas en mármol que presiden un erial, otrora un jardín, que al presente clama por la presencia de flores que traigan alegría y aroma y frescor, a los pocos residentes que aun viven allí. Tal vez sea una simbología apropiada para las habitantes actuales de la casa: Misstress Juliana (jugada magistralmente por la impar—e inmortal— Vanessa Redgrave,) quien aun subsiste en este mundo, cargando con la mochila de la viudez de su esposo, el escritor Jeffrey Aspern, y de un arcón lleno de manuscritos, testimonios de escritos de juventud del célebre narrador. Por ellos es que se acercan como perros de presa, editores en busca de reflotar a la superficie los restos del naufragio de los papeles del escritor. Acompaña a la vieja dama, su sobrina, Toni, (Joely Richardon, quien está magnífica en su juego de vaivén de mujer joven y sensual a mujer declinante y crepuscular, según las contingencias). Un saco de contingencias carga Palmer, un extraño hombre (jugado en forma magnífica por Jonathan Rhys Meyer, quien tanto puede aparentar un místico, como un tahur) y que es en realidad un editor que semblantea otros lugares, otras identidades, para ganarse los favores, sea de la vieja dama Juliana, sea de su sobrina Toni, para acceder a los glamourosos papeles que sostienen, por lo menos, el prestigio, el poder, el dinero. Hay un doble cerrojo que obliga a Palmer a quitarse el antifaz de romantico rentista, y confesar que su real nombre es Morton, y su vero lugar es el de ávido editor, que ya el dinero se le agota y a la resistencia de tía y sobrina no las puede doblegar. Su última carta pareció ser un juego de seducción que Morton intentó, sin entusiasmo, con Toni, paso de danza que el editor apenas esboza dar; como tampoco ella acompaña sin demasiado entusiasmo. Es que son dos almas perdidas que ya no creen ni en la verdad, ni en el amor, ni en el deseo, y apenas se defienden de un Dios oculto para que se ponga de su lado. Serviciales flashbacks del guión, nos traen la juventud, cuando Juliana era asediada por un duo de mancebos, y juntos formaban una trio apañado por Eros y que solo el convincente argumento de una hoja metálica podia empezar a desatar.
El marco imponente y regio de Chaikovski y los preludios wagnerianos de “Lohengrin” y “Tristan e Isolda” cierran con digno marco esta patética y hermosa historia, habitada por dobles, identificaciones con seres que moran en el más allá, voces que llegan de muy lejos y dictan los nuevos pasos del destino, entre máscaras venecianas que caen y serviciales gondoleros, que hacen lentamente partir las gondolas a destino.
Y la vida gira sobre sus goznes, como un cuadro que apenas se mueve, excepto a las horas altas, en los pasadizos de la noche, donde acecha la ambición y las navajas.
“Los papeles de Aspern”. Reino Unido. Estados Unidos. 2018. Dir.: Julian Landais. Con: Jonathan Rhys-Myers, Vanessa Redgrave, Joely Richardson.
Juan Carlos Capo
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