Pluritemática - 16 diciembre, 2021
La glorieta
por Juan Carlos Capo

Y un día ocurrió lo que tantas veces soñara. El milagro, los milagros eran posibles.

El espacio, tantas veces presente, puntual y maltratado, se transformó. El hecho nuevo cambió indiferencia por ternura, falta de aire por alivio.  Fue al entrar temprano, bajo un sol implacable, al regreso de un veloz viaje al centro y cerrar la puerta que sintió aquello. Una rama azotó con levedad su rostro; una  flor de color fucsia se descolgó y unos pétalos de hojas  cayeron sobre cabellos,  manos y hombros, adhiriendo pegajosas a   la camisa caliente, sudada y húmeda. El olor familiar había desaparecido. Hasta el aroma de habituales comidas faltaba. El ronroneo del Primus se había acallado. No había  recuerdos: ni padre ni madre ni hermano, ni abuela ni el tío idiota de la familia se dejaron ver. El goteo de la cisterna había enmudecido. Tampoco  sentía el leve crepitar de viejas  páginas de  libros, tantas veces recorridas por ojos fatigados  en capítulos fugitivos. La memoria no daba señal ninguno, el contenido había desaparecido, como un neumático  desinflado, que hubiera recibido certero tajo  de una navaja que no falló. El resplandor de la temprana tarde caía a pico a través de los vidrios de la claraboya. Los pocos muebles que  quedaban fueron desplazados por una flora  de césped húmedo en torno a unos tallos verdes,  brillantes y erectos como  columnas que parecían sostener el techo de una glorieta formada por aladares de ramas y flores, como matas de cabello peinadas hacia atrás, dejando en libertad a los ojos  detrás del presuroso vaivén de las pestañas que ya no molestaban, gracias a  la mata de pelos apartados. El silencio apagó los ruidos que conocía de afuera: la bocina llamando a entrada en el Molino de la Avenida que terminaba  unas cuadras más abajo en  un nudo de cinco esquinas; y el verosímil tachín-tachín.tachín marcial de la Banda municipal hoy ausente..

En estos días de  símbolos patrios, se extrañaba su ausencia; en su lugar se hacían presentes las sirenas de la policía, o de bomberos y emergencias médicas móviles. El tablero de las ondas de sonido parecía haberse roto, porque ahora solo se oía el silencio en el mundo de afuera; se sorprendió pensando aquello, antes de dar un nuevo paso hacia una silla, donde pondría lo que serían los “arreos últimos” de un tiempo que se iba como la cola de un tren  de carga, arrastrando vagones a lo lejos. Temió que se presentaran mosquitos y el sisear de ofidios venenosos bajando de los troncos, buscando el apoyo firme de sus piernas enfundadas en cilíndricos pantalones, que lo blindaban por abajo, cerrada la caja de sus pies por los dobladillos. Voló un zapato, luego otro; después fue el turno de los calcetines, sus pies desnudos, tantearon con cuidado el  pisar sobre arenas movedizas.

Los dedos sintieron el contacto de una tierra áspera y baldía y sintió el humus de la fronda que acusaba la entrada de un forastero que era él. Temió la esperable llegada de sapos y escarabajos y serpientes pero fue una sospecha infundada. Siguió despojándose  de la campera, la camisa y los pantalones que volaron sin destino junto con los bóxers. Había bancos debajo de la glorieta que interfería el paso de las rayas calientes y azules del sol. Entonces se sentó. Una brisa nueva irrumpió en su pecho. Entremezclando  canciones y  relatos, pudo dar nombre a los nuevos acompañantes: el heliotropo y el jazmín, la madreselva y el trébol. Después arribó  un aire marino, luego el  turno del  medicinal eucalipto. De a poco se sumó el pájaro carpintero, el benteveo y el zorzal. No podía hablar ahora del color del cielo, de las inexplicables figuras que dibujaban nubes algodonosas, pero  se distinguían  negras nubes que él temió porque nada bueno auguraban: solo signos seguros y ciertos de abundante lluvia.  Pudo adivinar algo, presentir el rayo, antes que llegara el estruendo que, como bufón de Corte anunció la llegada de las hojas aceradas y frías de la lluvia, que empezaron  a caer como espadas, justo en aquel bosquecillo que él hubiera querido solitario, retraído y silencioso. Era su destino y deseo que apareciera el  rayo en el horizonte, cual arma destructora que  con inefable puntualidad atravesó claraboya, glorieta, tallos y flores y el propio cuerpo del hombre que allí esperaba (o desesperaba)  con  su escuálido espíritu y la magra osamenta de su cuerpo magro.

Entonces bajo agua, se doblegaron las flores, se recibió el estruendo del trueno junto a una impronunciable fórmula del rayo, que los hombres de ciencia aun no alcanzaban a descifrar, pero que él pudo sentir en la íntima fibra de su alma antes de la extinción de los restos últimos de su cuerpo demolido bajo un manto de huesos astillados, músculos vencidos, grasa que jabonosa huía presurosa bajo  un manto de ceniza  que pronto  dejó ver  una sorpresiva y anónima estatua inmóvil y  gris, que después el  viento de la tormenta  deshizo, dispersando los restos invisibles y últimos que desaparecieron presurosos, aprovechando aperturas de puertas y ventanas, dejando la vieja mansión abierta, como un castillo negro, enorme y silencioso.

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