Pluritemática - 8 marzo, 2018
La mirada prohibida: el mito de Orfeo y Eurídice en niveles de vida de Julian Barnes
por Columnista, Victoria Morón

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                                                                 “Escribir empieza con la mirada de Orfeo.”

                                                                              Maurice Blanchot

 

     Si bien la oralidad es la marca de origen de la mayor parte de los relatos que llamamos mitos, la cultura griega tiene la particularidad de que su sistema mitológico está estrechamente unido a la literatura, lo cual ha hecho que la verdad que el mito contiene esté potenciada por la belleza de la forma que el poeta ha dado a sus palabras, así como, recíprocamente, es también de la revelación de una verdad acerca de la condición humana de donde emerge la belleza que trasuntan estos relatos. Todo mito es portador de un sentido esencial para la comunidad en la que circula, y de ahí su verdad,  pero en algunos casos, particularmente en el de tantos mitos griegos, ese sentido esencial trasciende a la sociedad que los ha creado. Esto es lo que subraya Castoriadis[1] al decir que “encontramos en todas partes algo de la problemática edípica, directa o invertida, o incluso negada; pero solo en Grecia encontraremos los mitos de Narciso y Edipo.”

     A pesar de que los mitos ofrecen un sustrato permanente en cuanto a sus estructuras, las múltiples versiones que cada uno adopta, la superposición de imágenes, la disposición cambiante de sus elementos, ofrecen al lector la configuración de un caleidoscopio. En ese sentido, su  plasticidad es un juego de luces y sombras, de revelaciones y ocultamientos, de lo cual surge el enigma que es su fuente de permanente seducción.

     Dentro de la compleja constelación de este sistema de relatos, encontramos un conjunto de mitos estructurados en función de un mitema portador de una interdicción: la de mirar determinado objeto. Lo notorio de este conjunto es la relevancia que tienen en cuanto significantes en el universo de la cultura occidental. Aunque no son los únicos que hablan de una prohibición de mirar, figuran entre ellos nada menos que los mitos de Narciso, Orfeo y Eurídice, Perseo y la Gorgona. Prohibición de la mirada para Narciso, que según Tiresias, viviría hasta viejo si no se contemplaba a sí mismo; para Orfeo, cuando trajera a su esposa del mundo de Hades; para Perseo, que se convertiría en piedra si mirara a la Gorgona a la que debía dar muerte.

     Orfeo y Eurídice

                                                             Cuando Orfeo desciende hacia Eurídice, el arte es

                                                              el poder por el cual la noche se abre.

                                                                              Maurice Blanchot

     Según consigna el Diccionario de Grimal, Orfeo es de origen tracio, hijo del dios-río Eagro y de la musa Calíope; es el cantor por excelencia, músico y poeta. Toca la lira y la cítara, cuya invención se le atribuye a menudo, y su canto tiene un efecto mágico sobre la naturaleza, tanto respecto a los animales como a la vegetación, así como aplaca la fiereza de los hombres.

     Participó en la expedición de los Argonautas, pero no ejerce el trabajo físico de remar, sino que actúa en una función rítmica, dando la cadencia a los remeros. Durante una tempestad tranquiliza a los tripulantes y calma a los elementos con su música. Sin embargo, su principal acción en aquella travesía fue superar con su canto el de las sirenas mientras éstas intentaban su seducción fatal, salvando así a aquellos navegantes. Este poder del canto lo convierte, según una tradición, en antecesor de Homero y Hesíodo.

     Acerca de su muerte, la versión más generalizada la atribuye a la venganza de las mujeres tracias, celosas de su fidelidad a la memoria de Eurídice. Aquéllas habrían despedazado su cadáver y arrojado los trozos al mar.[2] Su cabeza, sin embargo, continuaría cantando, y junto con su lira llegaron a la isla de Lesbos, cuyos habitantes le erigieron un túmulo y le tributaron honras fúnebres. De ahí derivaría la tradición que atribuye a esta isla su lugar de privilegio en la poesía lírica. Asimismo la lira del poeta fue transportada al cielo y transformada en constelación. También en relación a su muerte se creó una teología órfica. A partir de su descenso al Hades, Orfeo habría traído informes sobre el más allá, que permitirían al alma evitar las trampas y obstáculos que le esperan después de la muerte. La tradición le atribuye también, en función de estas revelaciones escatológicas, el ser fundador, junto con Dionisos, de los misterios de Eleusis.

     Sin embargo, el episodio más famoso, precisamente por conjugar en un relato de extraordinaria intensidad poética el tópico de amor y muerte, lo constituye su descenso al mundo de los muertos en busca de su esposa Eurídice. Son los latinos Ovidio y Virgilio los que han dejado las versiones más bellas de este mito. El poeta mantuano describe el lamento de Orfeo ante la muerte de su esposa, mordida por una serpiente, cantando “al rayar el día, al caer la noche”. Llega así hasta el mundo de los muertos, y allí se experimenta el poder de su canto, doblemente mágico puesto que vulnera las leyes de lo inexorable. Como es sabido, Hades y Perséfone le permitirán recuperar a Eurídice, pero imponen una condición: Orfeo no podrá mirar a su esposa hasta que hayan salido del reino de los muertos. Pero después de atravesar los lugares terribles del silencio y de la sombra, ya en los umbrales de la tierra y de la aurora, Orfeo se vuelve – contemplando con la mirada prohibida – a quien verá ya por vez postrera.

          Ya por segunda vez me arrastran al abismo los crueles hados; ya el sueño de la muerte cubre mis            llorosos ojos. ¡Adiós, adiós! Las profundas tinieblas que me rodean me arrastran consigo, mientras que, ya no tuya, ¡ay! tiendo en vano hacia ti mis débiles palmas.[3]

     El momento crucial de la transgresión ocurre precisamente en la frontera de dos mundos, en el filo entre la vida y la muerte, la aurora y la noche, la esperanza y la condena. Esto no hace más que potenciar el efecto trágico de aquella mirada con la desesperación  del que lo pierde todo en el momento en que estaba por alcanzarlo. La dimensión de esta pérdida es inconmensurable, porque sobreviene después que el poder del arte de Orfeo parecía quebrantar el de la muerte. “Escribir empieza con la mirada de Orfeo”, dice Blanchot. Quizás porque a menudo escribir es intentar recomponer los pedazos de un mundo fragmentado, restituir con palabras un sentido ausente.

     ¿Por qué Orfeo transgredió la prohibición y se volvió a mirar a su amada? Todo el poder del mito reside en el enigma que plantea esta mirada. Mientras Ovidio lo atribuye al deseo de Orfeo de preguntarle a su esposa si se cansa, Virgilio nos dice que “vencido del amor, miró a su Eurídice”. La respuesta de Ovidio parece banal frente a la de Virgilio, pero las razones de éste mantienen el enigma, que no es otro que el que nos interroga acerca de la relación entre el amor y la mirada. Si atendemos a la erótica platónica, leemos en Alcibíades:

          Cuando miramos el ojo de alguien que está frente a nosotros, nuestro rostro se refleja en lo que llamamos “niña” como en un espejo. El que mira ve su imagen. Así, cuando el ojo fija su mirada en otro ojo, se ve a sí mismo.

 Orfeo y su deseo, claro. ¿Y ella, de la que nada sabemos? ¿Habrá sido acaso la intensidad del deseo de ser mirada de la propia Eurídice lo que hace que Orfeo se vuelva?

     Julian Barnes: Niveles de vida

     Este relato está compuesta por tres partes referidas a distintos personajes: la primera, “El pecado de la altura”, está centrada en Félix Tournachon, que en un viaje en globo en 1863, se estrella cerca de Hanover; la segunda, “En lo llano”, desarrolla la relación de Sarah Bernhard con su amante, el coronel Fred Burnaby, cuya pasión por los globos lo lleva a un vuelo entre Dover y Francia, en 1882. La última parte, “La pérdida de profundidad”, da cuenta de la experiencia de la viudez y el duelo consiguiente del propio autor, a sus sesenta y dos años. El lector apresurado puede no advertir en el primer momento la relación profunda entre estas tres partes, aunque los paratextos en sus respectivos títulos establecen la gradación de estos “niveles de vida”. ¿Cuál es el común denominador de estas tres historias?

          Vivimos a ras del suelo, en lo llano, y sin embargo aspiramos a elevarnos. Terrestres, a veces ascendemos tan alto como los dioses. Algunos se elevan por medio del arte, otros con la religión; la mayoría, con el amor. Pero al elevarnos también podemos caer en picado. [4]

     El hilo conductor no está tanto en el referente de cada título, como en el enunciado que inicia la  obra, y que se reitera con variantes a lo largo de la misma: “Juntas dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia.” Es esta percepción de una realidad que se crea a partir de la unión de dos elementos hasta entonces autónomos lo que va pautando la estructura narrativa de este tríptico del vuelo, el amor y la soledad.

Ciertamente, contrastan el tono casi documental de los comienzos, con la temperatura emocional a la que llegamos en la última parte, subjetiva y autobiográfica, o quizás de autoficción, de acuerdo al término acuñado por Doubrovsky.  Quizás de autoficción, pero seguramente de autoaflicción.

          Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. […] Pero a veces funciona y se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. [5]

Así comienza la sección “La pérdida de profundidad” en la que me voy a detener. “Porque toda historia de amor es una potencial historia de aflicción”, nos dice Barnes. Así es, puesto que la vida nos cobra siempre un duro peaje: a unos, pagadero día a día, año tras año, en la soledad o infelicidad cotidianas del que carece de amorosa compañía; a otros, el cobro súbito y al completo que nos arranca lo que amamos.

     Elaborar el duelo es una necesidad universal, pero la expresión se ha vuelto casi banal a fuer de repetida, porque abarca el universo de dolientes como si para todos el proceso fuera el mismo. Sin embargo, “Nuestro duelo se ajusta a nuestro carácter”.  Seguramente por eso, el escritor que es Julian Barnes transita su duelo poniéndolo en palabras. Pero aquí, como se trata de literatura, lo que importa no es solo “hablar de”: desahogo, comunicación y consuelo por la palabra, valen para cualquiera que exprese así su pena. Lo que para un escritor significa “poner en palabras” implica una condición sine qua non del arte: la capacidad de crear emociones a través del lenguaje. Aunque sabido, no está de más recordarlo: una obra de arte no vale por su capacidad de expresar las emociones del autor, sino por la de suscitar en el lector otras emociones que provienen del propio lenguaje. Como decía Paul Eluard, “El poeta es el que inspira, más que el que está inspirado”.

     Este es un relato absolutamente conmovedor, tanto más cuanto está escrito, no en el tono del vértice de la desesperación, sino en el de la tristeza serena de quien, sabiendo qué cosa frágil y desamparada es el hombre, tiene la capacidad de verse con un dejo de ironía. “Dios ha muerto y ya no está para vernos. Así que tenemos que vernos nosotros.” [6] Nada de retórica, ni de gestos ampulosos, ni de efectismo. Sencillez, frases breves, pequeñas viñetas. Es una escritura tierna, dolorosa, que tiene sin embargo un lugar para cierta dosis de ironía que es siempre parte del estilo del autor. Es más: este inglés que es J. Barnes tiene la gracia (lo digo en el sentido de járis) de permitirse el humor ácido de algunos comentarios. Como cuando cuenta que un conocido, cristiano, le hizo saber que rezaría por su mujer enferma. Pero el narrador pronto tuvo que informarle “que su dios no parecía haber sido muy eficaz. Me contestó: ‘¿Has pensado alguna vez que ella podría haber sufrido más?’ Ah, pensé, o sea que eso es todo lo que tu pálido galileo y su papá pueden hacer.” [7]

     Pero la aflicción es la nota constante, la pena que reconfigura el tiempo y el espacio:

          Has entrado en una nueva geografía, con mapas trazados por una nueva cartografía. Parece que te estás orientando con uno de aquellos mapas del siglo XVII donde aparecían el Desierto de la Pérdida, el Lago de la Indiferencia (sin un soplo de viento), el Río de la Desolación (seco), la Ciénaga de la Autocompasión y las (subterráneas) Cavernas del Recuerdo. [8]

          Al principio del duelo, parece casi inevitable el deseo de la propia muerte. “La cuestión del suicidio se plantea pronto y es de lo más lógica”.  Para el doliente el mundo es un lugar inhabitable, porque él ha quedado fuera del mundo, y el mundo sigue andando. Relatando su propia experiencia de viudez, Joyce Carol Oates ha dicho:

          No estoy sugiriendo que el mundo no sea bello; parte del mundo. Solo que, para mí, este mundo se ha vuelto remoto e inaccesible. En la orilla, en una mañana de restos de tormenta, y mientras zarpa un ferry iluminado, o un velero, o un crucero, en la orilla, observas el barco mientras se aleja, con sus luces brillantes, música, voces, risas. Que digas adiós con la mano, o que no digas adiós, da lo mismo: nadie se entera, y el barco zarpa a la mar.[9]

     El mismo sentimiento invade al yo narrador de Niveles de vida. La idea de ir a un espectáculo público le aterraba, no por el espectáculo en sí, sino por el entorno: “gente normal, alegre, expectante, que esperaba divertirse.” Cuando por fin pudo afrontar la experiencia, presenció Edipo y la ópera Electra. También llegó el momento de Orfeo y Eurídice en la ópera de Gluck. Tuvo la vivencia, no de ser transportado al tiempo del mito, sino la de que esos mitos estaban allí, llegaban “a la nueva geografía en la que yo habitaba ahora.” Ese es el momento en que el mito se nos revela en el coup de foudre de su verdad. Antes de eso, los conocemos, los comprendemos, los recordamos…pero un día el fulgor de su sentido nos deslumbra.

     Si el amor y la muerte son los polos que ejercen su atracción sobre nosotros en relación a Orfeo y Eurídice, este mito no sería lo que es si no estuviera presente el otro elemento que lo define: el arte. Porque Orfeo es músico, es el músico, y es gracias a ese arte que Eurídice ¿vuelve? de entre los muertos. También es cierto que los antiguos no veían a Orfeo en esa dimensión atravesada por el Romanticismo con que hoy lo vemos. Y por lo menos Platón le reprochaba, como también lo recuerda Barnes, que no hubiese tenido el valor de “morir por la que amaba, [y] se ingenió para descender con vida a los infiernos”[10] Pero, desde luego, solo podemos leer desde nuestro lugar y desde nuestra época. Y este lugar y esta época nos han provisto de una sensibilidad musical cultivada, entre muchos otros géneros, por la ópera. No es casual entonces que el narrador de Niveles de vida sienta una conmoción particular viviendo su propia historia de amor y muerte a través de la ópera.

          La ópera tiene argumento, por supuesto (…), pero su función principal es liberar a los personajes lo más rápido posible para que puedan cantar sus emociones más hondas. La ópera va directo al grano, igual que la muerte. (…) un arte en el cual la emoción virulenta, aplastante, histérica, destructiva, es la norma; un arte que busca, más obviamente que las demás, partirte el corazón. Allí estaba mi nuevo realismo social.

     Como ocurre a menudo, los mitos revelan su verdad hecha de enigmas y paradojas:

          (…) nadie en su sano juicio se habría vuelto para ver a Eurídice sabiendo las consecuencias.

            Por supuesto que Orfeo se volvía a mirar a Eurídice suplicante; ¿cómo no iba a hacerlo? Porque, aunque nadie “en su sano juicio” haría semejante cosa, él está totalmente enloquecido de amor, pena y esperanza. (…) ¿Cómo podría alguien cumplir su juramento con la voz de Eurídice a su espalda? [11]

Sí, esta es la paradoja de la mirada prohibida. No se puede mirar. No se puede no mirar.

          No podemos bajar como bajó Orfeo, Así que tenemos que bajar de una manera distinta, traer a Eurídice de un modo diferente. Todavía podemos descender en sueños. Y descender en el recuerdo. [12]

     Platón estaba en lo cierto al decir que lo que Orfeo rescataba no era a Eurídice, sino su eidolon, imagen, fantasma. Sí, es bajo esa forma fantasmática que traemos nuevamente a la vida al que se ha ido. Eurídice se pierde siempre por segunda vez: cuando muere, y cuando intenta ser rescatada. En el umbral del trasmundo al mundo, la luz del día aniquila el sueño, o la claridad de la conciencia fragmenta el recuerdo. “Y por tanto es como si ella se alejara de mí por segunda vez: primero la pierdo en el presente, después la pierdo en el pasado”.

     Orfeo, el cantor, conmovió con la magia de su lira a las fieras, a los hombres y a los dioses. El escritor no es un hacedor de milagros, pero él también desciende al Hades a buscar a los muertos y encuentra sus fantasmas. Cualquiera de nosotros puede convocarlos a través del sueño o de la memoria; el escritor tiene, además, esa vía regia que le es propia de acceso al trasmundo: las palabras, cuando dicen algo nuevo con las viejas palabras de la tribu. [13] Entonces ocurre el pequeño milagro de que los dolores leídos nos ayudan a soportar los dolores vividos.

 

 BIBLIOGRAFÍA

BARNES, J., Niveles de vida, Anagrama, Barcelona, 2014.

BLANCHOT, M., El espacio literario, Paidós, Barcelona, 1992.

CASTORIADIS, C., Lo que hace a Grecia. De Homero a Heráclito, F.C.E., Bs Aires, 2006

GRIMAL, P., Diccionario de la mitología griega y romana, Labor, Barcelona, 1966.

OATES, J. C., Memorias de una viuda, Santillana, Punto de Lectura, Madrid, 2012.

OVIDIO, Las metamorfosis, Edicomunicación S.A., Barcelona, 1995.

PLATÓN, El banquete, Biblioteca La Nación, España, 2001.

VIRGILIO, Églogas – Geórgicas, Austral, Bs. Aires, 1961.

 

 

[1] Castoriadis, Cornelius, Lo que hace a Grecia. De Homero a Heráclito, F.C.E,, Bs. Aires, 2006

 [2]“Los miembros de Orfeo estaban esparcidos por todas partes. Su cabeza y su lira cayeron al Hebro, y por un milagro divino esa lira y su lengua sin vida dejaban sentir sones lúgubres y plañideros.” Ovidio, Las metamorfosis, Libro XI.

[3] Virgilio, Geórgicas, Libro IV.

[4] Barnes, J., Niveles de vida, Anagrama, Barcelona, 2014, p. 49

[5] Ibid, p. 83

[6] Ibid, p. 105

[7] Ibid, p. 115

[8] Ibid, p. 103

[9] Oates, J.C., Memorias de una viuda, Santillana, Punto de Lectura, Madrid, 2013, p. 326

[10] Platón, El banquete, 179d.

[11] Barnes, p. 113-14

[12] Ibid, p. 116-17

[13] Mallarmé: “Donner un sens plus pur aux mots de la tribu” (Le tombeau d’ Edgar Poe)

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