Pluritemática - 29 octubre, 2019
Los mitos griegos: poesía y verdad
por Victoria Morón

Edipo y la esfinge

Hubo un tiempo en que el mundo estaba poblado de presencias luminosas y de fuerzas destructoras; un tiempo en que, emergiendo del Caos, Gea y Urano, tierra y cielo, se habían acoplado, y de esa unión saldrían los seres sobrehumanos que regirían lo creado. El cosmos se iba a imponer al caos, pero ese triunfo nunca es definitivo, y las luchas de los dioses por su supremacía llevarían varias generaciones, hasta que Zeus se convirtiera en rey de los dioses, y su poder desde el Olimpo en la tierra fuera acatado por todos, mientras repartía con sus hermanos Poseidón y Hades el dominio del mar y del mundo subterráneo, respectivamente. Es Hesíodo, hacia el 700 a.C., quien da cuenta en la Teogonía, de las luchas de los dioses y de los actos de las divinidades que harían sentir su presencia en el mundo de los hombres. Son estas historias las que han alimentado, desde Homero hasta ahora, es decir, desde hace por lo menos unos dos mil setecientos años, el imaginario de Occidente.

¿Por qué, siendo tan importante la cantidad de mitos que los antropólogos han reunido desde variadas procedencias culturales, es siempre un núcleo  relativamente reducido de relatos aquellos a los que recurrimos en la cultura occidental como referentes de nuestros códigos simbólicos y de nuestra sensibilidad colectiva, que son los mitos griegos? Seguramente porque estos contienen elementos arcaicos y primarios que están en la base de nuestra estructura psíquica. Al respecto, el crítico George Steiner señala:

Edipo, Narciso, Orestes, Cronos que devora a sus hijos, Prometeo que roba el fuego, son cristalizaciones […] de impulsos y configuraciones elementales presentes en el inconsciente y en la urdimbre subconsciente del género humano y del individuo.[1]

Reproducidos, discutidos o reformulados, ese conjunto de relatos se ha refractado a lo largo de los siglos en innumerables obras de poetas, filósofos, narradores, artistas y pensadores de distintas épocas. Y hasta se infiltra en el mercado y los productos de consumo, como la diosa de la victoria, Nike (que no “naik”) en la marca de artículos deportivos, o el dios Hermes, que da nombre a elegantes artículos de viaje.

Hace poco, en el curso de Literatura Griega que dicto en la Fundación Tsakos, cuando estábamos leyendo Antígona, una alumna (aclaro que allí los alumnos son adultos, y muchos de ellos con una gran experiencia como lectores) comentó: “Cuando leo estos textos, a diferencia de otras ficciones, pierdo la noción de que se trata de ficción; tengo la sensación de que estoy leyendo algo que es real, que verdaderamente ocurrió.” Es esta noción de verdad la que postula el filósofo y psicoanalista Castoriadis, al decir: “Lo que distingue a la mitología griega – bella o no, no es lo que importa aquí -, es que esta mitología es verdadera.”[2] Y fundamenta su afirmación al considerar que el mito es portador de un sentido esencial  y universal para la sociedad de que se trata. Que los antiguos mitos griegos son algo vivo y actual es una verdad que todos podemos experimentar cuando entramos en contacto con las obras en que los grandes poetas los plasmaron. Así, Antígona, por citar solo un ejemplo, nos interpela hoy desde el tiempo en que los ciudadanos de Atenas se conmovían con la tragedia. El imperativo de enterrar a los muertos y cumplir los debidos ritos de sepultura es hoy como entonces una necesidad  absoluta de la condición humana, y la búsqueda sin descanso de los desaparecidos en nuestra historia reciente muestra precisamente la vigencia de aquellas leyes intemporales y suprahumanas que invocaba Antígona para cumplir el acto de enterrar a su hermano. Sabiamente, los griegos creían que si no, el alma no podía entrar al Hades y vagaba a orillas del Aqueronte. Lo que bien sabían era que el alma de los vivos no encontraba reposo sin sepultar a sus muertos y llorarlos en su duelo. Pero también la tragedia pone en escena otros temas, tan universales entonces como ahora: el de la arrogancia del poder masculino de Creón, que no tolera que una mujer lo desafíe; el del enfrentamiento generacional, en que un hombre maduro y poderoso determina la muerte de los jóvenes (también Agamenón sacrificó a Ifigenia para poder ir a la guerra), como tantos hombres de estado y soberbios generales han hecho con generaciones de jóvenes cuando los mandan a morir en campos de batalla.

Este poder de representatividad de la mitología griega deriva, en gran medida, de  que en ella mito y literatura ha formado una unidad cultural. Por supuesto, Homero recoge los mitos preexistentes relativos a la guerra de Troya, pero desde entonces ya no podemos imaginar esa guerra sino a través de La Ilíada. Los poetas trágicos no inventaron sus temas, los tomaron de la mitología y de la épica, pero Prometeo y Edipo, Fedra y Medea no serían esa marca indeleble en nuestro imaginario si no hubieran vivido a través de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Ese vínculo con la literatura dio a esta mitología otras cualidades fundamentales: mayor plasticidad, más libertad, menos canonicidad. Esa plasticidad deriva de que coexisten, junto a un núcleo perenne de estructuras esenciales, múltiples versiones de un mismo asunto, con una disposición variable de sus elementos, como un caleidoscopio que a partir de las mismas figuras crea imágenes cambiantes, y esto es parte de la riqueza del mito. No hay una versión verdadera frente a otras desviadas, aunque haya versiones que han tenido mayor difusión que otras.

A su vez, esto está en relación a la mayor libertad y menor canonicidad a que hacíamos referencia. Así, por ejemplo, de un mito bíblico, como el de Adán y Eva, siempre tenemos posibilidad y libertad de hacer múltiples interpretaciones, pero el relato en sí es inmutable en tanto es parte de un texto canónico. En Grecia, el mito es también parte de la religión, pero el paganismo no tenía doctrina, ni dogmas, ni texto sagrado. En todo caso, el único texto “sagrado” era un texto poético, el de Homero, que si era sagrado lo era por ser poesía.

Entre la literatura y la religión – como entre el relato ficticio y la verdad de lo narrado -, no hay corte en los tiempos arcaicos de Grecia. […] La teología antigua es, pues, en cuanto a lo esencial, poesía, del mismo modo que el discurso sobre los dioses es una narración mítica.[3]

¿Qué distingue a un mito de un relato tradicional o de un cuento folklórico? Los límites son muchas veces imprecisos, y no hay criterios determinantes de categorización. Hay un denominador común que es el de su carácter de narraciones ficticias que involucran a una comunidad determinada, pero el mito tiene un sentido esencial para esa sociedad, en tanto configura el sentido con que esa sociedad inviste al mundo. Hablamos de sentido, no de explicación o interpretación alegórica. Los mitos griegos comparten con la poesía una carga de verdad poética alejada de la noción de verdadero o falso como categorías de la lógica. Por eso mismo, en los grandes mitos, como en la poesía, no hay un mensaje en espera de ser traducido; como ocurre con el arte, tenemos la sensación de que estamos ante la expresión de algo auténtico que interpela nuestra subjetividad para que ella complete el sentido que se nos ofrece. Y, como sucede también con las obras de arte, los grandes mitos no revelan de una vez y para siempre su sentido, sino que guardan algo de enigma que nos deja detenidos en el umbral de la comprensión, esperando, como decía Borges, una revelación que nunca se produce por completo.

 

 

[1] George Steiner, “Antígonas”, Gedisa, Barcelona, 2009, p. 154

[2] Cornelius Castoriadis, Lo que hace a Grecia. De Homero a Heráclito, F.C.E., Buenos Aires, 2006

[3] Jean-Pierre Vernant, Entre mito y política, F.C. E., México, 2002, pp. 101-102

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