Revista#6 -Miedo | 16 junio, 2021
El cuento de miedo contemporáneo en el Río de la Plata
por Álvaro Lema Mosca

Harrieta Styles

El miedo en tanto emoción fundante se liga al hombre desde el origen de la humanidad, ya que representa la restricción, el límite, el obstáculo que no puede cruzarse. Es en cierta forma y a lo largo de la historia, la ley que nos rige, que nos prohíbe y que en contrapartida, nos abre el camino por el cual sí debemos andar. Es un principio que gobierna la vida humana porque de algún modo atenta contra esta, emparentado a  lo que Rudolph Otto (2016) ha llamado lo numinoso, es decir, el complejo de emociones que son la base de la creencia mitológica desde la que se desprende el miedo y todas sus variantes. Desde allí, desde el origen, del mito y la leyenda, es desde donde brota la turbación porque significa un desconocimiento de aquello que se era antes. El dèjá vu, lo siniestro que surge de lo que es inconscientemente familiar, el unheimlich freudiano.[i] Desde allí también el miedo se ha impuesto al hombre como una regla, como un castigo, que los antiguos adjudicaban a los dioses (Deimos: Terror y Fobos: Miedo) y que desde entonces mantiene una vinculación directa con la religión y el poder. El miedo está también ligado directamente a lo sublime kantiano, aquello que genera placer al enfrentar lo atemorizante. «Su aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos en un lugar seguro», afirmaba Kant. Y como el ser humano es el único animal que anticipa su muerte y le teme, el miedo gira siempre en torno a la duración de la vida. Como señala Martínez de Mingo: «(…) la creación de una atmósfera, de un clima inquietante y la aparición de un suceso sorprendente, que no tiene explicación inmediata ni alcanzable desde la razón (…) tiene que estar relacionado con algo esencial para el ser humano, con la pérdida o puesta en peligro de (…) la vida» (Martínez de Mingo, 2004:20).

Mientras lo fantástico supone una relación de alteridad, una diferenciación entre el hombre y el sujeto o fenómeno sobrenatural, el miedo es, en cambio, una cuestión de individualidad. Lo fantástico ejerce un movimiento centrípeto dirigido hacia el sujeto, mientras que el miedo ocurre a la inversa: se expande y crece desde el centro hacia la periferia. En tanto emoción, responde a lo que ocurre en la interioridad del hombre y no implica una clasificación de niveles sino una reacción ante la situación presentada. En ese sentido, me parece importante hablar de una literatura de miedo (no de terror)[ii], ya que esta comporta sus propias características que la diferencian de otros géneros similares, como la literatura fantástica, la ciencia ficción o las narrativas distópicas.[iii] De ese modo, el miedo admite distintas categorías de acuerdo a las (re)acciones frente al elemento atemorizante. Reconozco cinco de ellas: el horror, el terror, la repulsión, el extrañamiento y el silencio, diferenciadas entre sí tanto por las estrategias narrativas empleadas como por los efectos finales.

Los primeros cuentos de miedo en el Río de la Plata surgen hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX, con los movimientos de escritores románticos entre Argentina y Uruguay. Se trata de aproximaciones al género influenciadas por el Romanticismo Oscuro y la novela gótica. Se lee con devoción a E. A. Poe[iv], Mary Shelley, E. T. A. Hoffman, G. de Maupassant y Emily Dickinson. A eso se suma el naturalismo naciente en América Latina, la preocupación por los regionalismos y los personajes propios, los conflictos sociales y los combates políticos[v]. Aparecen por esa época textos de Eduardo Holmberg, Guillermo Enrique Hudson, Carlos Octavio Bunge, Juana Manuela Gorriti, Javier de Viana, Leopoldo Lugones, entre otros. Ya con el Novecientos uruguayo, surge la impresionante figura de Horacio Quiroga, que fuertemente influenciado por Poe, Dostoievski y Kipling, lleva el cuento a otro plano. Algunos de los que escribió pueden considerarse, aún hoy, obras maestras del cuento de miedo[vi].

Sin embargo, desde esas épocas remotas, este pareciera ser un género que cuenta con una evolución propia, dada la relación que ha establecido desde siempre con sus autores. Muchos (muchísimos) escritores argentinos y uruguayos han pasado por el cuento de miedo pero sin detenerse demasiado. Los fantasmas asustan, no hay dudas. En cambio, muy pocos han dedicado su obra entera a un género tan puro como difícil, dado el carácter emotivo/reactivo al que me refería.

Con la llegada del siglo XXI aparecen, no obstante, escritores que con renovado aire, le conceden una vuelta de tuerca al cuento de miedo. Influenciados principalmente por escritores estadunidenses de amplia difusión, como Stephen King, Anne Rice o Ira Levin, aprenden de ellos el cariz social de las historias. Aparecen así subtemas como el pasado histórico, la segregación de las clases populares, las creencias folclóricas, los medios de comunicación y la música. El miedo deja de ser algo propio de mansiones abandonadas y espectros vistos en la noche de campo para devenir algo más cercano y reconocible, emparentado a la cotidianeidad del lector y fácilmente ubicable en una esfera urbana.

 

Entrada/Salida

 

La popularización masiva del cuento de miedo en el Río de la Plata ha motivado la aparición reciente de editoriales dedicadas al tema (como Muerde Muertos, Llanto de Mudo, Thelema o Pelos de Punta), de antologías, tributos a los maestros del género, festivales y encuentros, adaptaciones cinematográficas, programas de televisión (como Cuentos de terror, narrados oralmente por Alberto Laiseca), y al interés que ciertos grupos editoriales han puesto en escritores del género[vii]. En 2012 se publicó en Montevideo la antología Sobrenatural (Estuario Editora), que reunía a escritores jóvenes con la consigna de publicar todos los años un relato de temática variada.

A esa antología pertenece el cuento Dominación, de Martín Bentancor (Uruguay, 1979) en el que el miedo se produce a partir de una serie de episodios inexplicables narrados con una técnica precisa que aumenta el suspense a medida que se torna más misteriosa la historia. Una familia de campo es amenazada por el propietario para que abandonen el lugar. Lidoro, el padre de familia, se niega pues lo siente suyo por herencia. Cosas extrañas comienzan a suceder en la casa: los objetos desaparecen de su lugar habitual, la ropa aparece destrozada, la cocina es atacada misteriosamente como por un huracán, la hija pequeña se detiene en el brocal del aljibe inconsciente de lo que está haciendo.

Una vecina les advierte aquello que los protagonistas se niegan a ver: «Está clarísimo lo que pasa, dijo, les están haciendo un daño, mujer, dijo Macías» (Bentancor; 2012: 38). Lo ominoso aparece entonces en lo que puede provocar la maldad de los otros. Frente al“daño”, recurso típico en la narrativa de miedo, es necesario buscar una solución. Rápidamente aparece el nombre: «un tal Avellanes», un curandero que vive como a veinte kilómetros. Hacia allí se dirige Lidoro, en un viaje que comienza al anochecer y que comporta todos los elementos simbólicos: la soledad, el peligro, la amenaza latente, la preocupación, la incertidumbre y la transformación. El hombre que viaja en busca del curandero/brujo es uno diferente al hombre que regresa a su hogar con la solución. Esa mutación que recuerda la catábasis no lo aleja, sin embargo, del miedo. De regreso a su casa, con el curandero viajando a su lado, recibe una explicación de su mal: su rancho ha sido embrujado y esa dominación «controla la voluntad de una persona como si fuera un esclavo o un muñeco de fantoche» (Bentancor; 2012: 42).

El miedo sigue creciendo a medida que avanza la historia y la llegada a la casa se materializa con un silencio anormal y el descubrimiento de un caballo descuartizado en la entrada. Las pruebas funcionan como elementos fundamentales para la historia (y son recurrentes en este tipo de narración) pues confirman la presencia de algo sobrenatural que es, a primera instancia, negado. Sin las pruebas, los personajes jamás buscarían una solución pues ni siquiera se convencerían de que algo de esas características ocurre. El curandero revisa la casa y en efecto, encuentra la causa del mal. Pero la escena es tan extraña para los que lo miran, que la narración ahonda en sus estados emocionales como confirmación del devenir de la historia: «Muy despacio, como si los pies estuvieran pegados a la tierra, Avellanes avanzó hacia el grupo de personas que comenzaban a pasar del asombro al miedo ante aquel espectáculo. Rosa dio un paso atrás mientras Albita intensificaba el llanto y Lidoro, que era el que estaba más cerca del curandero, se cuadró como un muro delante de los suyos»  (Bentancor; 2012: 44).

Como ha señalado Jean Paul Sartre (2005), hay dos respuestas frente al miedo: la parálisis (el desmayo) y la huida. En la primera se aniquila el miedo momentáneamente al apagarse la conciencia; en la segunda se niega el peligro, no con la conciencia sino con todo el cuerpo. El miedo paraliza a los que no están preparados para enfrentarlo. La negación se combate con la presencia de los entendidos, de los capacitados para luchar con lo desconocido y volver las cosas a su cauce de normalidad. Es necesaria la participación del curandero, del brujo, del gurú, del sacerdote, de la vidente. Solo ellos son capaces de ahondar en los espacios impedidos a los hombres comunes.

En el cuento largo Malas tierras (2013), de Sebastián Pedrozo (Montevideo, 1977), nos enfrentamos al extrañamiento que supone el lugar en la historia. El joven protagonista vive en «el norte» y con el paso del tiempo va entendiendo que ese es un lugar maldito. La bruja del barrio se lo advierte: «Me lo ha dicho, en sueños, o borracho. Pero me lo confesó, mientras me decía que me salvara, que me fuera del norte. Insistió en la mala energía de la tierra, que estaba seca, muerta. Nada puro crecería en el barrio. Jamás» (Pedrozo; 2012: 17).

El locus se carga de episodios particulares que van de la violencia al dramatismo, pasando por el sexo, la amistad y el amor, diferenciados por el tiempo en el que ocurrieron y el recuerdo que el narrador-protagonista tiene de ellos. La distancia entre los hechos y su posterior narración es lo que marca la transición entre aquello que era familiar y que, con el pasar de los años, se concibe como extraño. La rareza, lo insólito, lo salvaje, acompañan los recuerdos de vivencias anteriores que suenan a amenaza para esos jóvenes prisioneros de una tierra condenada. «Camilo me abraza y retoma el llanto. Luego suspira. Pero no me besa. Qué lugar horrible es este, Marcos, dice. Campo, bosta, calles inundadas, no te quedés acá, agrega. Hay que irse, ya está, no importa» (Pedrozo; 2012: 15).

En ese extrañamiento propio del lugar y se respira en el aire, el miedo se materializa corporalmente en el protagonista y sus amigos. Sus cuerpos se escriben con «sustancias creadas para corroer el alma», con erecciones dolorosas, con vómitos sorpresivos, con golpes llenos de sangre, con mierda que chorrea por el pantalón. El dolor es constante porque el miedo es contaste.

La tierra y sus rarezas se materializan en los delitos que cometen «los salvajes», en los dichos enigmáticos de la bruja, en su presencia en el barrio, siempre oculta en su casa, en los cadáveres de los caballos, en la violencia con que las personas se comunican. Como todo malditismo, ese lugar de tierra yerma debe extinguirse para resurgir. Pero entre tanto miedo, no hay lugar para el cuestionamiento. El narrador-protagonista sabe que su vida (o al menos su cordura) corre peligro allí y eso lo atemoriza pero nunca se cuestiona lo irracional de los sucesos a los que se enfrenta con el paso de los años.

El terror exige siempre la eliminación, la huida o la desaparición. De hecho, el terror es una de las categorías del miedo que reconozco y se caracteriza por provocar una reacción claramente delimitada. La RAE lo define como un «miedo muy intenso» y es un término latino que refiere a la guerra y a «la retirada», por tanto, a la negación del objeto (Hamed, 2007:19). Ya sea negando lo evidente, ya sea huyendo de aquello que atemoriza, el terror jamás seduce. No hay posibilidad para la eternidad en lo terrorífico.

 

Permanencia

Mientras Bentancor o Pedrozo juegan la dinámica de “entrada/salida”, escribiendo y publicando algún que otro cuento de miedo pero no haciéndolo su temática central, hay otros escritores de su generación que sí trabajan en base a la literatura de miedo en distintas variantes. Mariana Enríquez y Samanta Schweblin han adquirido trascendencia internacional en los últimos años, pero ellas no son las únicas. El cordobés Luciano Lamberti (1977), ha publicado varios libros dentro de la narrativa de miedo y es, actualmente, uno de los nombres más reconocidos en su terreno.

En el cuento La canción que cantábamos todos los días, perteneciente al libro El loro que podía adivinar el futuro (2012), la historia (naturalmente atemorizante) se mezcla con la cotidianidad de la clase media argentina. Una familia pasa un domingo de picnic en un pequeño bosque. El hijo menor se adentra en el bosquecillo y cuando sale, ya no es él. Según Tomás (quien narra la historia), del bosque salió «lo que ocupó el cuerpo de mi hermano».

La reacción de los otros frente al niño es, al principio, miedo puro, expresado en el silencio, la represaliao la ausencia de acciones. Más tarde, ese miedo se convierte en rechazo, especialmente de parte de la madre. «Mi hermano era otro y ella no podía estar cerca. No soportaba su presencia. Antes era una pesada que lo despeinaba y le decía que estaba cada día más churro, cosas que hacen las madres con sus hijos, pero desde la tarde en el bosquecito no lo tocaba. Incluso le costaba estar cerca suyo: enseguida se ponía nerviosa» (Lamberti, 2012).

Sin embargo, pese al rechazo propio que genera el miedo, la familia no se deshace del niño poseído. Por el contrario, se desprende de la madre que ha enloquecido y termina internada en un psiquiátrico. El elemento constatable, el que sí puede determinarse científicamente, es el negado. El otro, el misterioso, sigue siendo objeto de interrogación silenciosa. En ese sentido, la negación propia del primer miedo se convierte en una suerte de fascinación. Ese otro ser que ha invadido al hermano pequeño seduce y atrae. Esta es la principal causante del horror, palabra latina que implica fascinación ante el referente, otra de las categorías del miedo. Lo anormal, lo desigual del miedo asusta pero provoca cierto deslumbramiento en los humanos, porque ven en el diferente aquello de lo que carecen.

El final del cuento es pertinente al respecto: «Ahora estamos sentados en el patio de su casa de las sierras, mi hermano y yo. (…) Miro a mi hermano. Él me mira. ¿Quién sos?, tendría que preguntarle. ¿Qué sos? Pero prefiero no saberlo. Después de todo, es mi familia» (Lamberti, 2012).

Junto a los nombres de Lamberti y Schweblin hay uno que sobresale, no solo por la calidad de su producción, sino por ser la pionera en esa nueva manera de entender el miedo literario. Hablo de la argentina Mariana Enríquez (1973). Sus historias son mezclas fatales de pasión adolescente, drogas, revisiones del pasado reciente, cultura pop y fenómenos sobrenaturales. El miedo cobra un nuevo sentido en la obra de Enríquez, que viene dado ya desde el lenguaje (crudo, localizable, distintivo), los personajes (mayoritariamente mujeres jóvenes) y los espacios ocultos que se esconden detrás de los espacios conocidos. En efecto, en sus historias siempre hay un lugar escondido que se aparece de repente a los personajes y esa aparición es lo que genera temor. A veces se trata de casas o jardines o aljibes que son entradas a tiempos paralelos, pero no en el sentido que le aplica la ciencia ficción sino en uno más metafísico. En otras ocasiones, son personajes que vuelven, representaciones de otro tiempo que cobran nuevo significado, por ejemplo, los niños desaparecidos que vuelven de pronto, elemento constante en su obra, simbología clara de las desapariciones cometidas durante la Dictadura.

Ese conglomerado produce un rechazo pero al mismo tiempo una fascinación imposible de obviar, como ocurre en Rambla triste, cuento de Los peligros de fumar en la cama. En él una joven que visita a unos amigos en Barcelona descubre que la ciudad está llena de figuras monstruosas cuya ambigüedad no permite asegurar que sean fantasmas o estén realmente presentes. Dichas figuras caminan entre la gente sin ser vistas, apestan y condenan a quienes las distinguen a una vida miserable en la ciudad. Se lo asegura, primero un catalán que es quien cuenta la leyenda de Madame Yasmine, evocando el mejor estilo de la tradición oral, fuente original de todo relato de miedo. Luego, se lo confirma su amiga Julieta: «Vos ya sentiste el olor. El olor de los chicos. Te vi frunciendo la nariz».

La explicación involucra una red de pedofilia, madres prostitutas, a Xavier Tamarit Tamarit y al fantasma de un niño decapitado en el siglo XIX. Entre ellos, sobresale la figura de un niño especial que se destaca por su olor fétido: «Uno de los niños apestaba, apestaba porque su propia y única ropa le servía de colchón. Ese chico anda por toda la ciudad, llena de olor la ciudad, para que no se olviden de él. (…) Es el nene que más gente ve, el fantasma popular, el que te toca con sus manos negras, el que te deja la campera colgada de la silla en los bares llena de olor a carne muerta cuando la roza» (Enríquez, 2017:88-89). El niño fantasma es, a su modo, un monstruo. La ambigüedad de su fisicidad, que es percibida solo por algunos, olida por otros, lo cubre de una incertidumbre que impide definir su naturaleza.

El monstruo es siempre un anormal. No uno igual, sino uno diferente. De allí que varios autores (Cohen, Foucault, Kappler) lo hayan visto como la encarnación de la diferencia. Pero el monstruo supone algo más: se encuentra en un espacio límite, en una frontera entre el bien y el mal. Supone la dualidad de comportar en su ser la vida y la muerte, lo humano y lo animal. Desde esa dualidad está destinado a permanecer en un espacio intermedio, donde ambas facetas pueden moverse como un péndulo sin permitirle ser una cosa o la otra, sino una mezcla de ambas. El monstruo nunca puede ser una parte de su dualidad natural. No puede ser bueno o malo, humano o animal, vida o muerte. Es siempre una confusión entre ambas. Y por eso debe ser eliminado. Lo esencial de su ser remite directamente a la etimología de la palabra monstruo: si el monstruo es aquel que devela un mensaje divino, es natural que sea un diferente, pero también que genere miedo en los hombres. Sencillamente porque los mensajes divinos son siempre amedrentadores.

La amiga agrega cuál es el castigo para los humanos: «No te dejan salir. (…) Los chicos no te dejan salir. No podemos irnos del Raval» (Enríquez, 2017:91). Ese castigo, no obstante, funciona dualmente como condena y como hechizo. Se concreta así el horror. La pareja de argentinos amigos de la protagonista quieren irse y aseguran no poder hacerlo. No obstante, la pasividad los vence, los seduce.

 

La necesidad de algo más

En resumen el miedo como tema adquiere diferentes maneras de ser tratado, ya sea en aquellos dedicados plenamente al género o en aquellos que incursionan de vez en cuando. Diferentes formas de encarar lo que llamo una narratología del miedo pueden ejemplificarse con textos rioplatensescontemporáneos. La creación de una atmósfera particular, el dibujo de determinados personajes, los devenires de ciertos fenómenos, la evolución del suspense y el uso de un lenguaje particular son algunos de los componentes de esa narratología[viii]. A eso se suma el gesto de la propia narración, que mediante las estrategias recién mencionadas, tiene como finalidad la búsqueda de la emoción en el lector/espectador. Esa narratología también tiene en cuenta la presencia de ciertos imaginarios, que se remontan a sus orígenes y que se continúan en la actualidad a través de relecturas y revisiones continuas. Los imaginarios, en tanto sistemas dinámicos, cambian con el devenir del tiempo sin perder sus caracteres constitutivos.

Aquí se ha mostrado sucintamente cómo funciona en cuatro escritores contemporáneos y en textos disímiles. Sin embargo, todos presentan factores comunes: la presencia de lo numinoso, la relación transformante heimlich-unheimlich, las consecuencias del miedo en los personajes y su importancia en la historia. Ya sea a través de la negación de aquello que atemoriza, de la seductora repugnancia que provoca su carácter morboso o de la fascinación que genera el extrañamiento, el miedo está presente como tema, parafraseando el título de este congreso, en el horror y sus formas.

 

 

Bibliografía

 

Alazraki, Jaime (1990) “¿Qué es lo neofantástico?”, Mester, vol. XIX, nº 2.

Bentancor, Martín (2012) Dominación en AA.VV. Sobrenatural, Estuario Editora, Montevideo.

Enríquez, Mariana (2017) Los peligros de fumar en la cama, Anagrama, Barcelona.

Freud, Sigmund (1999) Obras completas, Amorrortu editores, Buenos Aires.

Hamed, Amir (2007) Mal y neomal. Rudimentos de Geoidiocia, Amuleto, Montevideo.

Kant, Immanuel (2005) Crítica del juicio, Austral, Madrid.

Lamberti, Luciano (2012) El loro que podía adivinar el futuro, Nudista, Buenos Aires.

Llopis, Rafael (1974) Esbozo a una historia natural de los cuentos de miedo, Alianza, Madrid.

Lovecraft, H. P. (2002) El horror sobrenatural en la literatura y otros escritos, Alianza, Buenos Aires.

Martínez de Mingo, Luis (2004) Miedo y literatura, Edaf, Buenos Aires.

Olivera, Jorge (2005) “El miedo en la literatura uruguaya: un efecto de construcción narrativa” en Anales de literatura hispanoamericana. Nº 35. Montevideo.

Otto, Rudolf (2016) Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Alianza, Madrid.

Pedrozo, Sebastián (2013) Malas tierras, La Propia Cartonera, Montevideo.

Rivera Gutiérrez, M. A. (2016) “Los juegos del lenguaje del terror”, Letra. Imagen. Sonido, nº 16, Buenos Aires.

Sartre, Jean Paul (2005) Bosquejo de una teoría de las emociones, Alianza, Madrid.

[i] Freud, en su ya clásico artículo Lo ominoso (1919) define el concepto como “aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo” y que se emparenta en otras lenguas con palabras como demoníaco, horrendo, siniestro, repulsivo o encantado. Es decir, el desconocimiento atemorizante frente a algo que antaño nos era familiar, aquello oculto que sale a la luz, la transición entre lo heimlich (familiar) y lo unheimlich (desconocido), determinado por el mecanismo de represión.

[ii] En base a la propuesta de Rafael Llopis (1974).

[iii]La narrativa de miedo, muchas veces definida del mismo modo que la literatura fantástica, tiene su propia evolución pero carece de la grieta que sin embargo, divide a lo fantástico y que Jaime Alazraki (1990) ha denominado como “neofantástico”[iii]. En todo caso, una caracterización distintiva de la actual narrativa de miedo con respecto a la del siglo XIX o principios del XX es, como decía, el carácter social que le atribuyen ciertos autores en la década del 70, encabezados por Stephen King.

[iv] La temprana influencia de Poe impactó a muchos otros, además de Quiroga. Julio Cortázar, ávido lector y traductor de sus cuentos, supo pasearse por las mansiones del miedo dejando verdaderas joyas. No fue el único. Manucho Mujica Lainez, más influenciado por el gótico y el romanticismo europeo, también escribió un par de cuentos destacados. Impresionado por los universos ficcionales de Lovecraft, hasta el propio Borges se animó a jugar el juego, como bien se está recordando en este congreso. Más aquí en el tiempo, los uruguayos Héctor Galmés, Carlos Federici y Mario Arregui o los argentinos Juan Jacobo Bajarlía, Alberto Laiseca y Abelardo Castillo son algunos de los que lo han trabajado sin dedicarse de lleno a la tarea.

[v]Piénsese por ejemplo, en El matadero de Esteban Echeverría, cuento fundacional de la literatura argentina o los Cielitos Patrios de Bartolomé Hidalgo, primeros textos uruguayos de cargado acento patriótico.

[vi]Por ejemplo El almohadón de plumas, La gallina degollada, Para una noche de insomnio, Los bebedores de sangre, Los buques suicidantes, El vampiro, entre otros.

[vii]Por ejemplo, el gigantesco contrato que Mariana Enríquez estableció con la editorial Anagrama, o los casos de Samantha Schweblin y Luciano Lamberti con Random House, o el de Sebastián Pedrozo con Alfaguara.

[viii]En un planteo similar, M. A. Rivera propone hablar de una Semiótica del Horror (2013, 2016).

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