Revista #3 - Desamparo | 4 octubre, 2018
Mishima: el arte y la acción en: “La hora del último espectáculo»
por Victoria Morón

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En 1970, en un acto largamente preparado, Yukio Mishima (seudónimo de Kimitake Hitaoka) se suicida públicamente mediante  el ritual del “seppuku”, haciendo de ese gesto “casi su obra maestra”, según dice Marguerite Yourcenar. [1] Mi trabajo intenta una construcción posible del sentido de esa muerte a través de algunos textos del autor japonés, particularmente  Confesiones de una máscara, y de la interpretación que hace Yourcenar en su ensayo sobre el escritor.

Tenemos que hablar de un personaje que pertenece a una tradición cultural a la que somos muy ajenos, y particularmente al suicidio ritual que forma parte de ella, como el “seppuku”. Desde un punto de vista, Mishima se convirtió, por la forma en que decidió morir a los cuarenta y cinco años, en un personaje de la modernidad, además de ser un escritor muy reconocido. Comencemos por el desenlace. Había fundado “La Sociedad del Escudo”, un escuadrón de cien hombres entrenados en los combates marciales, en una sociedad que se vio obligada a carecer de ejército tras la derrota de la Segunda Guerra. Varios de sus soldados lo acompañaron en su acto, largamente ensayado. El 25 de noviembre de 1970 tomó por asalto el Ministerio de Defensa, combatió y redujo a la guardia, y arengó a las tropas: “Vemos al Japón emborrachándose de prosperidad y hundiéndose en un vacío de espíritu…” Se practicó el “seppuku” abriéndose el vientre con la espada, gesto que el ritual samurai debía completar y completó cuando su compañero Morita le cortó la cabeza de un sablazo.

¿Qué elementos confluyeron en esa muerte elegida? ¿Ideología política, amor por los símbolos imperiales, y desesperación por el vacío de la existencia, fascinación por la violencia, imagen narcisista que busca ser preservada de los estragos del tiempo? Trataremos de encontrar algunas respuestas en su obra, particularmente su autobiografía, Confesiones de una máscara.[2] Nacido en una familia aristocrática venida a menos en 1925, y marcado por la debilidad física en la infancia, dedicará su vida a revertir esa condición a través del cultivo del cuerpo y las artes marciales. Al mes de nacer fue separado de su madre y enviado a vivir con su abuela paterna, mujer histérica y enfermiza, encerrada en su alcoba donde prácticamente tenía secuestrado al niño, al que hacía masajearla, llevarla al baño, lo incitaba a ponerse vestidos de niña y lo estimulaba a “asistir  al espectáculo ritual del NÔ y de los Kabuki, melodramáticos y sangrientos, que él mismo emularía después”, según consigna M. Yourcenar.[3] “A los ocho años tenía una enamorada de sesenta”, escribe Mishima. Es esa relación nieto-abuela la que lo pone en contacto con el Japón de antaño. También evoca Yourcenar otro episodio de la infancia, éste protagonizado por el padre. Mientras caminaban a lo largo de las vías del ferrocarril, el padre levanta al niño acercándolo al tren que pasa velozmente. “Extrañamente, aquel padre (…) sometía al niño a una prueba muy semejante a las que Mishima se impondría a sí mismo años después.” [4]

 Una anécdota de sus primeros años, relatada en Confesiones de una máscara, es profundamente reveladora de lo que será su identidad conflictiva y su identificación problemática. A los cinco años, contempla fascinado una imagen en un libro: “un caballero en blanco corcel y con la espada en alto”. Pero la decepción lo agobia cuando la criada le explica que se trata de Juana de Arco. “La persona que yo creía ser él, resultó ser ella. Si aquel hermosos caballero era una mujer, ¿no quedaba todo reducido a la nada?” [5] Otra imagen de un libro, contemplada a los doce años, vincula a Eros y Tánatos en la reproducción del San Sebastián, de Guido Reni, donde se muestra a un bello joven atado a un árbol con el cuerpo atravesado por saetas, y cuya contemplación le provoca una eyaculación.

Escrita a los veinticuatro años, esta novela autobiográfica es un relato donde expone sus obsesiones, el erotismo que lo atrae hacia los hombres y su ansiedad en busca de una “normalización” que lo alejara de los deseos homosexuales y de la consiguiente vergüenza social, y da cuenta de su sentido trágico de la existencia. Allí relata también el amor adolescente por Omi, su compañero del colegio secundario. Se ve a sí mismo como una máscara que oculta pero a la vez busca su verdadero rostro. La conciencia de su homosexualidad no le impidió casarse y tener dos hijos. En 1944 publica su primer libro de cuentos, y poco después fue convocado a una misión suicida, aunque su alistamiento fue rechazado. Enfermizo en su infancia y primera juventud, dedicará dos horas diarias a los ejercicios físicos, y la noche a sus libros. El entrenamiento físico se convierte en vía de acceso a una experiencia espiritual. Dice Yourcenar que al respecto habría que recordar el apotegma de la sabiduría alquímica: “No instruirse, sino sufrir”. Se graduó en derecho en 1947, y a partir del éxito de Confesiones… ese mismo año, se dedica de lleno a la literatura. Cuentos, novelas y teatro, así como guiones teatrales y cinematográficos, constituyen su abundantísima producción literaria, haciendo de él un escritor de enorme éxito en Japón y en el exterior, tres veces postulado al Premio Nobel. Entre sus obras se destacan El pabellón de oro (sobre un joven monje tartamudo que incendia el templo),  El tumulto de las olas, la tetralogía El mar de la fertilidad (1965-70). Una noción esencial, propia del budismo, de ese grupo de obras, es la idea de reencarnación. La última novela de esa tetralogía, El ángel en descomposición, fue enviada al editor la mañana del 25 de noviembre de 1970, pocas horas antes de su suicidio.

Pero la pasión por la literatura es solo una faceta de esta personalidad compleja. El culto del cuerpo y el entrenamiento físico  absorben igualmente sus energías. Defendió siempre un retorno a las tradiciones del antiguo Japón imperial, así como rechazó la occidentalización y el materialismo que percibía en el Japón moderno. Arrastrado por lo que él llamaba el “Río de la Acción”, funda la Sociedad del Escudo, un grupo paramilitar de cien hombres, cuya instrucción costea, y cuyo uniforme diseña personalmente. Concebía esa institución como “escudo del Emperador”, y hace de ella una sociedad secreta. Carlos M Domínguez sintetiza así las contradicciones que se amalgaman en su personalidad: “El budismo y la sexualidad, el culto del cuerpo y el de las palabras, el amor por el imperio del sol naciente y su gestualidad de dandy occidentalizado, su espíritu conservador y a la vez hereje, su vitalidad y su lenta preparación para la muerte (…). [6]

      Narciso en el espejo

 “Yo seré tu espejo. Estas es tu cara, este es tu pecho”, dice la amante mirándose en un espejo de mano, frente al joven, cuando él le expresa que desea hacer físicoculturismo. Esta escena pertenece a una obra de Mishima, La casa de Kyoko, reproducida en la película Mishima, de Ken Ogata. En el mismo film vemos al propio escritor diciendo: “Cuando se ve al espejo el homosexual, como el actor, ve lo que más teme: el deterioro del cuerpo.” “Grecia me devolvió la voluntad de ser sano. Crear una bella obra de arte y convertirse en un ser bello es lo mismo.” A su vez, un personaje de la película manifiesta: “Debes suicidarte en el tope de tu belleza.”

 El sol y el acero, [7] obra que su autor califica como de “crítica confidencial”, ilumina más todavía esa relación de Mishima con su cuerpo.

Apreciaba [en mí] un impulso romántico hacia la muerte, exigiendo al mismo tiempo como vehículo, un cuerpo estrictamente clásico. Para una muerte noble y romántica era indispensable una armadura poderosa y trágica y una musculatura escultural. Cualquier confrontación entre una carne débil y fláccida y la muerte me parecía inadecuada e incluso absurda. [8]

Lo que sentimos con la escultura más bella (como el auriga del bronce de Delfos) es la temprana proximidad del espectáculo de la muerte del lado del vencedor. [9]

Ante estas afirmaciones, no podemos dejar de ver cuánto peso tiene en ellas la concepción homérica de “kalós thánatos”, la bella muerte  a la que aspiraban los héroes, en la plenitud de la juventud y la belleza, la forma más perfecta en que la gloria los llevaría a la memoria de las generaciones venideras. No podemos tampoco, puesto que estamos considerando la perspectiva de Yourcenar sobre la muerte de Mishima, dejar de ver la simetría que existe entre él y Antínoo, amante del emperador Adriano; ambos, personajes históricos; ambos, personajes novelescos, construidos literariamente por la escritora. Salvadas las muchas diferencias entre ellos, a cada uno la obsesión por la belleza y el horror a la caducidad los conducen al suicidio. M. Yourcenar, por supuesto, no incurre en ninguna simplificación explicativa; al contrario, no deja de poner en juego la complejidad  de las motivaciones particulares, pero advertimos  sin duda, a través de la distancia de siglos y culturas, ese parentesco espiritual.

No tengo derecho a disminuir la singular obra maestra que fue su partida. (Adriano, en Memorias de Adriano)

Lo verdaderamente importante es aislar el momento en que Mishima consideró cierta clase de muerte e hizo de ella su obra maestra. (Mishima o la visión del vacío) (Destacados V.M.)

      En el citado El sol y el acero, Mishima declara:

Durante la posguerra, período en el cual todos los valores se habían invertido, a menudo había pensado y trasmitido a los demás que era el momento de resucitar el viejo ideal japonés en el que se combinaban las letras y las artes guerreras – tal vez el arte y la acción. La acción perece apenas florece; la literatura es una flor imperecedera. (…) De modo que combinar el arte y la acción es combinar la flor que se marchita y la que durará para siempre. [10] (Destacados V.M.)

El autor parece haber sentido la escritura como uno de los extremos de la polaridad arte-acción, en tanto siente que “las palabras compartían mi instinto de conservación”, pero solo como sucedáneo de la acción, “esperando un absoluto que tal vez nunca llegue.” Hasta que ciertas circunstancias harán confluir arte y acción en un solo gesto, del cual estará excluida la escritura, que lo liga a la vida, y el arte, cargado de fuerza tanática, será la forma que adopte la muerte como acto definitivo. Pero en tanto llega ese momento, ese acto final fue largamente imaginado, preparado y ensayado, descrito una y otra vez en sus obras y actuado otras tantas en su condición de actor de sus propios guiones teatrales y cinematográficos.

      La muerte, “algo ofrecido a las miradas”

  1. Japón bombardeado. Mishima es rechazado para la tarea de kamikaze. Desde entonces, para aquel a quien la vida “había oprimido con un oneroso sentido del deber”, sería como si la muerte hubiera permanecido como un mandato incumplido por su parte. Todos los sucesos vividos durante la guerra y derrota de Japón parecen no haber decantado con el tiempo, para el joven de veinte años que los vivió.

Dos fuerzas opuestas tiraban de mí, luchando cada una de ellas por vencer a la otra. Una de ellas era el instinto de conservación. La segunda fuerza – que buscaba de manera más profunda, más intensa, la total desintegración de mi equilibrio interior – consistía en una ineludible tendencia al suicidio, en aquel sutil y secreto impulso al que a menudo las personas se rinden inconscientemente.

En relación a esto último, podemos considerar la profunda función simbólica que cumpliría el uniforme que él mismo había diseñado y que llevaba con obsesivo cuidado y pulcritud. Destinado a cubrir con su elegancia un cuerpo que la madurez condenaba al descaecimiento, el uniforme funge como sostén y contención contra las fuerzas centrífugas de lo tanático, que tienden a la disolución y a lo informe.

¿Por qué se produce el suicidio a sus cuarenta y cinco años? Los biógrafos han señalado algunas causas de malestar: frustración por el Nobel no recibido, fracaso de alguna novela, conflictos familiares. No son elementos desdeñables, pero no son los únicos, ni decisivos. Hacia 1966, el Emperador negó su condición de representante de una dinastía solar. (Sería como si el Papa, dice M. Yourcenar, renunciara a ser representante de Dios.) Desde la óptica del Japón tradicional, coincidente con la de Mishima, eso significaba la inutilidad de las muertes heroicas de los kamikazes, puesto que el Emperador abjuraba de todo aquello que representaba. A eso se suma la ratificación, en 1969, de nuevos tratados con los  americanos.

Al año siguiente, como ya lo mencionamos, tiene lugar ese acto militar y personal, cuando después de asaltar el Ministerio de Defensa y arengar a las tropas (“Nuestro pequeño drama atrajo público. Es la hora del último espectáculo.”), lleva a cabo el suicidio con el ritual del seppuku, que consiste en abrirse el vientre con la espada y sufrir la decapitación por sable, cuando la presencia de una segunda persona lo permite, cosa que ejecutó su compañero y lugarteniente Morita, de veintiún años, al que había conocido dos años antes, y que murió de la misma manera. Los otros tres camaradas que participaron del acto final debían vivir como testigos de lo acontecido.

Yourcenar recuerda que las descripciones del seppuku invaden toda la obra de Mishima, pero advierte:

 Podemos elegir entre ver en esas imágenes el exhibicionismo y la obsesión enfermiza de la muerte, explicación sin duda cómoda para un occidental y hasta para un japonés de hoy, o, por el contrario, considerarlo como una preparación metódica para enfrentarse con los finales definitivos, tal como lo recomienda el famoso tratado Hagakure, del siglo XVIII, inspirado en el espíritu samurái, que Mishima había releído: “Esperad cada día la muerte para que, cuando llegue el momento, podáis morir en paz. Cuando viene la desgracia, no es tan horrible como se creía…” [11]

 Sin embargo, no puede dejar de verse esta muerte como un espectáculo narcisista, cuyos espectadores no fueron solo sus compañeros y la tropa, sino Japón y el mundo entero. Recordemos aquí lo que en otras circunstancias, cuando posa para un álbum de fotos (Barakei, Ordeal by roses) preparado por un fotógrafo japonés, dice Mishima: “Un escritor es un voyeurista por excelencia. Busqué no solo ver sino ser visto.” Y, por último, espectáculo de horror duplicado, la cabeza de Mishima y la de su amante Morita, se ofrecían a la mirada de un público que en sus miles de ojos devolvería en espejo la imagen de la muerte que tantas veces él mismo había entregado. Como lo describe la propia autora en su ensayo, eran

 Dos cabezas sobre la alfombra (…) del despacho del general, colocadas la una junto a la otra, casi tocándose, como dos bolos. (…) Dos cabezas cortadas, idas a otros mundos donde reina otra ley, que producen, cuando se las contempla, más estupor que espanto. En su presencia, los juicios de valor morales, políticos o estéticos son, momentáneamente al menos, reducidos al silencio. (…) Dos objetos, restos ya casi inorgánicos de estructuras destruidas y que luego, una vez pasados por el fuego, solo serán residuos minerales y cenizas; ni siquiera temas de meditación, porque nos faltan datos para meditar sobre ellos. Dos restos de un naufragio, arrastrados por el Río de la Acción, que la inmensa ola ha dejado por un momento en seco, sobre la arena, para volver a llevárselos después.

[1] Yourcenar, M., Mishima o la visión del vacío, Seix Barral, Bs. Aires, 2002

[2] Mishima, Y., Confesiones de una máscara, Seix Barral, Barcelona, 1985

[3] Ob. cit, p. 19

[4] P. 18

[5] P. 16

[6] Domínguez, C. M., Encuentro de dos escritores, El País Cultural, Montevideo, 20 de setiembre de     2002

[7] Mishima, Y., Alción ed., Argentina, 2000

[8] Ob cit, p. 28

[9] P. 41

[10] P. 47-48

[11] Mishima o la visión del vacío, p. 121

[12] Ob. cit., p. 140-141

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