Revista #3 - Desamparo | 24 octubre, 2018
Temporada amarilla
por Victoria Morón

Temporada amarilla

“A José (Coco Rivero) le diagnosticaron cáncer. En ese tiempo, un amigo suyo le propuso: ‘Vos, que sos lo que sos, tenés que hacer algo con ese dolor’. ” Así consigna Cartelera el resumen de la obra escrita y dirigida por Leonardo Martínez, con Alberto Rivero como único actor.

Un escenario despojado, con un hueco en la pared central que funciona como espacio de encuentro virtual con la madre del personaje, y efectos escenográficos de proyección sobre la pared, que tanto representarán un muro de jardín cubierto de hiedra como un muro de ladrillos que se derriba de golpe.

No es un espectáculo de asistencia masiva de público. No queremos que nos hablen de cáncer. Es suficiente con que hayamos tolerado su nombre, en lugar de las perífrasis eufemísticas del “mal incurable” o “una cruel enfermedad”. Alcanza con contribuir con la colaboración que nos pide la cajera del supermercado para… la comisión… la lucha contra… Es lógico, es comprensible, es humano. Recuerdo un pasaje de una novela de John Cheever que me parece la expresión más perfecta de nuestra defensa ante la enfermedad y el dolor: 

Para Nailles, el dolor y el sufrimiento eran como un principado de Europa Central, con gobierno feudal y territorio enteramente montañoso, que nunca sería parte de su itinerario de   viajes. De vez en cuando recibía tarjetas postales de ese lugar distante; una vista de la estatua de Esculapio en la plaza pública, con un paisaje nevado al fondo, y al dorso de la  tarjeta el mensaje:

“Edna está con calmantes día y noche, le quedan unas tres semanas de vida, le gustaría recibir una carta tuya.” […] Su destino no era recorrer ese país, y se despertaba espantado cada vez que veía en sueños, por la ventana de un tren, ese terrorífico paisaje montañoso. [1] 

[1] Bullet Park, Emecé: Buenos.Aires, 2006, pág. 59.

 Temporada amarilla es intensa y conmovedora, pero en absoluto deprimente, sobre todo porque está ubicada desde el lugar del que, habiendo llegado a la sima del desamparo, alcanza la gestación de “células nuevas”, sanas,  con que recomenzar la vida. Cincuenta años tiene el personaje, como la persona del actor cuya historia, esencialmente, es la que se desarrolla en la obra. Y, como es obvio en una obra de arte, los elementos sustanciales podrán ser biográficos, total o parcialmente, pero la ficción los reestructura y los reescribe con otros tomados de vidas propias o ajenas, o de otras ficciones.

La obra transita  por distintos momentos y estados de ánimo de su protagonista, desde el tratamiento de quimio (la tarjeta amarilla de los pacientes que están con esa medicación en el hospital da cuenta del título), pasando por la amistad con una paciente mayor y más grave, transitando por los recuerdos de infancia, recorriendo su reacción y la de su familia ante la noticia, imaginando su muerte y su propio funeral, y también, y no menos importante, el efecto positivo, pero seguramente movilizador, de la superposición de la profesión de actor del protagonista, tanto en la ficción como en la realidad. De todos los papeles, el que recuerda ahora con persistencia el personaje es su representación de Hamlet, su preferido. Es precisamente a la reelaboración del motivo (en el sentido literario del término) de la paternidad al que me voy a referir.

Por un lado, entre las vivencias de infancia de José, está la separación de sus padres    cuando él tenía dos años. El padre los abandona definitivamente. No parece haber sido ese el suceso traumático de que da cuenta, sino otro posterior. Como el padre era cantor de tangos, José lee en el periódico una entrevista que le han hecho. Le preguntan si tiene hijos, y él contesta que no. Es esa negación de su existencia, de su persona, la que cae como un rayo en la conciencia del hijo, lo que no puede ser perdonado.

Hamlet y el fantasma de su padre. Hamlet, el personaje que seduce más que ninguno al actor, José, Alberto Rivero. Vida y teatro  se intersectan continuamente, como lo dice y gesticula José al cruzar sus manos en el aire, sin que se toquen. Teatro y vida, Shakespeare escribiendo Hamlet, Shakespeare en duelo por su hijo Hamnet muerto a los once años. José es el hijo abandonado por su padre, una vez en acto, una segunda vez “matado” por su padre : “no tengo hijos”.

Sin embargo los hijos de José, aunque son mencionados, no aparecen en el foco de los temas recorridos en el acontecer de la obra. Curiosa ausencia, puesto que para un hombre que no llega a los cincuenta años cuando lo acosa la probabilidad de la muerte, una de las mayores fuentes de angustia es que va a abandonar a sus hijos. ¿O será que esa angustia, indecible, escamoteada a la superficie, se hizo carne en el José hijo abandonado por su padre, en el actor que, como Hamlet, tenía que enfrentarse con la misma angustia al fantasma de otro Hamlet, el rey padre?.

Vida, y teatro, y vida…”células nuevas”, siempre en gestación.

 

 

[1] Bullet Park, Emecé: Buenos.Aires, 2006, pág. 59.

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