Revista#6 -Miedo | 31 mayo, 2021
Cazando mamuts. Breve ensayo sobre el miedo
por Luis Campalans

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“El terror es el arma política más poderosa y no me privaré de ella, so pretexto que resulte chocante para algunos burgueses imbéciles» Adolf Hitler [Rauschning, 1940: 82].

 

Es habitual que nos imaginemos al así llamado “hombre primitivo” como una criatura acosada por el miedo frente a la supremacía de los rigores de la naturaleza, tan bella como despiadada, así como a las desiguales criaturas con las que se imponía compartir la existencia en el mundo. Suponemos que ello configuraba una realidad donde la incertidumbre de la lucha por el sobrevivir era la regla e implicaba un diario convivir con la vida y la muerte. Tal vez, ese sujeto ni siquiera se proponía algún conocimiento, manipulación o dominio sobre ese real, tal vez simplemente con lograr tener un lugar en la naturaleza, se sentía dichoso. Podría decirse, como un supuesto, que las exigencias del imperio de la necesidad primaban sobre el deseo.

Cientos de siglos después el, también así llamado, “hombre moderno” gracias a su afán de conocimiento y al desarrollo incesante de la tecnología, parece haber sometido a ese real bajo su dominio y control, poniéndolo a su servicio, es decir, hacerlo trabajar para él. Dicho de otra forma, ese sujeto parecería haber resuelto en lo manifiesto la cuestión de la necesidad, incluso en un sentido jurídico, puesto que comer, vestirse, trabajar, tener un techo y acceso a la educación y la salud, se consideran actualmente derechos fundamentales de la persona humana.

Ahora bien, en cuanto al tema que aquí nos atañe que es el miedo, nos preguntamos: ¿Cuánto hemos cambiado, después de todo? ¿Es acaso, ese sujeto de la modernidad, un sujeto menos miedoso o angustiado que su antepasado primordial?

También como supuesto, podría pensarse que, como resultado de la satisfacción de las necesidades, el deseo humano se abriría paso hacia una realización plena. Sin embargo y paradójicamente, esa satisfacción no ha hecho más que acentuar un padecer, una enfermedad, una epidemia incluso, específicamente humana y cultural, a la que Freud, hace menos de un siglo, llamó “malestar”. Ese “un-behagen” que está en la línea del “un-lust” y que también se traduce como “desazón” y “desconcierto”. El sujeto de ese malestar es más bien un sujeto de la demanda, aquel a quien se dirige la promesa cultural de bienestar, felicidad y seguridad, a cambio de someterse a sus normas y preceptos. Una ilusión que terminará chocando contra la evidencia de que no hay nada en el mundo destinado a resolver el desencuentro esencial entre el deseo humano y su objeto, lo cual, a la vez opera como su causa.

El discurso moderno, el “discurso capitalista” (en el sentido de Lacan) viene a reducir, a camuflar al deseo con la demanda, con su oferta incesante de objetos de consumo masivo, cuya rápida obsolescencia asegura la producción y la cuota de ganancia. Entre ellos está el cuidado de la salud que se oferta y se comercializa como cualquier otra mercancía y por ende es, esencialmente, promesa de goce a cambio de aceptar reglas y mandatos, explícitos u ocultos, es decir la estofa de la que está hecho el superyó.

En otros términos, la promoción global de la satisfacción por parte del discurso moderno, termina generando como saldo más insatisfacción. De esto resulta que todo el mundo, más allá de las desigualdades obvias, protesta, denuncia o se queja, por casi todo y en todos lados.

Nada más acentuado que ello en la actual circunstancia de la pandemia del 2020, de la llamada emergencia sanitaria mundial y que conforma el inevitable contexto de este texto, situada hoy en el centro mismo de ese malestar bajo la forma prevalente del miedo. Hay quienes piensan que esto brinda también el pretexto y la ocasión (no necesariamente planificada o deliberada) para intentar encausar, disciplinar y reprimir ese malestar.

Si, en primer lugar, abordamos al miedo como afecto, habría que articularlo y a la vez diferenciarlo, del pánico y de la angustia.

Reservamos la idea de “pánico” para describir una conducta instintiva de huida, determinada genéticamente, que compartimos con otras especies animales y que, por lo común, remite a un peligro real: el clásico ejemplo del fuego. Es decir que habría una adecuación del miedo al objeto que lo causa. No obstante, en los hablantes seres, una conducta similar, como fenómeno de masa, puede estar inducida y provocada por la palabra, es decir como un efecto de discurso. Desde la arenga y la incitación, hasta aquello que hoy está monopolizado por los medios y las redes, por los poseedores de la tecnología del discurso y que recibe el nombre de “información”.

Puede decirse que el miedo que el psicoanálisis introduce como específico, aquel que reconoce y denuncia, es la angustia y como “angustia de castración” que es el término completo, ya que no solo nombra un afecto, el afecto primordial, sino también lo que sería su causa. Si la angustia es un miedo sin nombre, es el miedo como tal, los miedos en plural, de esto o de aquello, surgen de haberla anudado, articulado a un significante y de allí al conjunto de lo nombrable, de lo significable. De ello también derivan los miedos que asumen la forma del prejuicio, el rechazo o la discriminación.

Al respecto, Lacan hace alusión a los ejemplos de “Los miedos” o “Pavores” de A. Chejov, justamente porque rompen con la supuesta adecuación del miedo al objeto causal y remiten a lo desconocido e inexplicable, a lo que es puro enigma.

Lo que llamamos “castración” se refiere entonces a la del Otro como estructura del lenguaje, como lugar de lo representable, de lo simbólico y lo que designa no es una falta de algo nombrable, sino un innombrable central en su estructura, irreductible al conocimiento y de la cual la angustia sería su testimonio subjetivo.

La presencia de un virus permite hacer de la angustia un peligro externo pues el ataque viene desde “afuera”, es exterior respecto de cualquier consideración de subjetividad, soslayando toda dimensión fantasmática, consciente o inconsciente, individual o colectiva, que pueda enmarcar, alimentar y sostener al miedo.

Hoy podemos decir que la pandemia, respecto de lo que se difunde y contagia, es también la pandemia del miedo, cuyo efecto inédito es que todo el mundo tiene miedo; es un miedo global.

Ese miedo universal es por antonomasia el miedo a la muerte; es la primera representación, la articulación más esencial, a la que se liga la angustia de la existencia; del saberse anticipada e inexorablemente mortal por culpa de ser un hablante-ser. Podría decirse también que pocas cosas igualan, universalizan más, borran más las diferencias de todo tipo, que el miedo a la muerte.

Phobos, el miedo, hijo de Ares, la guerra y Afrodita, el amor (¡¡vaya juntura!!) se personificaba en La Ilíada a cada soldado antes del combate, para confrontarlo con sus temores a la muerte, con la inminencia de la perdida de la vida en la batalla. Su relevo histórico, menos poético, pero no menos dramático, podrían ser los capellanes que tomaban divina confesión a los soldados de la “Gran guerra”, antes de saltar de las trincheras para ser destrozados por los obuses. Una batalla que es, en último término, la de sobrellevar, la de lidiar con la existencia cotidiana, con la vida que nos legaron nuestros padres o ¿acaso alguien pidió existir?

Pero ese miedo trasciende la evidencia de la finitud como suceso biológico, empírico, puesto que no es posible tener a priori ningún registro subjetivo de ello, más allá de la muerte del otro, mi semejante. Es decir, “el miedo a la muerte” como aquello que, más allá de un acontecimiento, designa a un miedo; el miedo a lo más radicalmente desconocido como captación subjetiva, el miedo a la nada, el miedo a la pérdida del ser.

No hace falta ser un genio para visualizar el efecto combustible que sobre ese miedo primordial tiene el despliegue y el bombardeo mediático de la “infodemia” (neologismo acuñado por la mismísima OMS) ¿Hace realmente falta que nos hagan saber de eso diariamente, con números discriminados, por edad, raza, país, región y otros preciosismos? (¿Por qué no se podría informar todos los días, por ejemplo, de la cantidad de muertos por infartos o en accidentes de tránsito?) La información sobre la pandemia y el regodeo que la rodea es, antes que nada, la información sobre la cifra de los muertos. No importa demasiado si son pocos o muchos, pueden ser quince o quince mil, lo que cuenta es que son muertos, del día y su descontado impacto subjetivo. Así como también lo tienen los anuncios apocalípticos sobre nuevas olas y nuevas cepas.

Ahora bien, sin ponerse a juzgar las buenas o malas intenciones que son conscientes: ¿Se trata del deber ineludible de la información en nombre de la salud pública o de promover e inocular el miedo como conducta social?

Parece haber sido Aristóteles, ¿cuándo no? quien primero teorizó sobre el miedo, en donde resaltamos su condición subjetiva más allá de la causa. En la Ética a Nicomaco dice que el phóbos es la suposición de un mal (1115 a 9) y en la Retórica se encuentra una definición de phóbos más elaborada: «Sea pues el miedo (phóbos) una aflicción o barullo de la imaginación (phantasía) cuando está a punto de sobrevenir un mal destructivo o aflictivo» (1382 a 21-22).

El llamado “Temor de dios” como noción teológica, es una condición que está presente, con diferentes variantes, en casi todas las religiones ancestrales. Uno de los requisitos fundamentales de la existencia de dios es temerle, es decir que, si no se le teme, queda cuestionado. Un temor que es también amor, respeto reverencial y sumisión; temor a la ira y al castigo divinos y donde se es educado para vivir en él, puesto que no se puede vivir sin él. Es un temor santo, por así llamarlo. Tal vez por eso, Lacan dice que si Dios no existiese habría que inventarlo.

El miedo como recurso e instrumento para el control político y social de los pueblos, ha sido inherente al discurso y al ejercicio del poder desde siempre. Solo mencionaremos algunos autores clásicos de la filosofía política que, desde diferentes perspectivas históricas, así lo han expuesto y teorizado. Desde un Nicolás Maquiavelo en el Renacimiento, donde la “razón de estado” justifica un “relativismo moral” respecto del buen y mal uso del miedo y a quien se le atribuye ese: “Quien controla el miedo de la gente, se convierte en el amo de sus almas». Siguiendo por un Thomas Hobbes y su pensamiento maldito para su época (siglo XVII) donde los hombres, para evitar la guerra de todos contra todos, pactan en ceder el monopolio del ejercicio de la violencia al Estado. Este queda así legitimado y autorizado para ejercer el miedo, la represión y el castigo. Incluyendo también a una Hanna Arendt y su cuestionamiento ético respecto del principio del “mal menor”, como una hipocresía que conduce a peores males y sin excluir, a un Joseph Goebbels, autor intelectual de la máxima del führer que oficia de epígrafe del texto y que algunos consideran el fundador de la propaganda política moderna.

Los mayores sacrificios de la historia siempre se gestaron y se exigieron como respuesta al miedo y este fue siempre el método elegido por el discurso del poder, en su doble papel de verdugo y a la vez de protector. Ese doblez de la función del líder, como lo propone Freud en su “Psicología de las masas”, abona el camino para que la masa le tema y a la vez lo idolatre y lo consagre, incluso lo exija y lo elija. ¿Aquello de que te meto miedo para luego venderte protección es tan solo un procedimiento de la mafia de El padrino? Si es que los gobernantes protegen a los gobernados, ¿quién protege a los gobernados de los gobernantes?

No cabe duda que los desarrollos de Michel Foucault, han elevado esta cuestión a un nivel superior. Sus escritos sobre lo que llama el biopoder o la biopolítica son dramáticamente actuales en estos tiempos de la pandemia. Ahora sentimos con toda su fuerza, lo que antes era parte de la normalidad del ejercicio del poder cotidiano, el poder clásico del Estado qué, a partir de la crisis sanitaria, establece normas, confinamientos, toques de queda y cuarentenas. Para ello, dispone en la calle a su personal disciplinario: policías, bomberos, cuerpo sanitario, etc., para controlar y vigilar que la población cumpla las disposiciones, las que, muy a menudo, violan las supuestas garantías constitucionales de los ciudadanos. Un control y disciplinamiento que no solo opera sobre las mentes sino también, como lo enfatizó Foucault, sobre los cuerpos. Hoy en día, ese ordenamiento establece la distancia física y las reglas del contacto entre esos cuerpos y toma también las formas de los controles de temperatura, los rociados con alcohol, los hisopados, testeos y vacunas, que seguramente pronto se convertirán en normas y disposiciones estables.

En suma, se apela al miedo para intentar disciplinar a la masa, para que acate y respete las medidas restrictivas, tal vez porque, acordando con Hobbes, se lo supone más eficaz, por sobre la responsabilidad, la convicción o la “conciencia civil”, en las que no se confía demasiado. Aún sin haberlo querido o buscado, el prestigio, la credibilidad y la suerte política de los diferentes gobiernos, en una inédita unanimidad sin distinción de ideología, raza o religión, ha quedado ligada al manejo de las vicisitudes de la pandemia. Por eso es también que el miedo (a los contagios, a los rebrotes, a las críticas opositoras, al descrédito en los medios, etc.) parece ser la principal razón que guía la toma de las decisiones políticas. Las idas y vueltas, complicaciones, arbitrariedades y abusos de poder de esas decisiones, revelan malamente que el Otro, lejos de tener el control, más bien camina a tientas y a locas porque ha extraviado el camino. Quizás las estadísticas, las curvas, los índices y coeficientes, vengan a intentar mostrar que la racionalidad vuelve a estar al comando; a intentar reparar, suturar, ese agujero que se abrió en el Otro, esa brecha intolerable en su saber (supuesto)

Pero no se trata solo del miedo que impone la represión o la punición de los poderes si no se cumple con la norma, sino también del miedo asociado al castigo moral, a la sanción y la exclusión por parte del grupo, la comunidad o la masa, en donde se ha instalado una idea o creencia como verdad y por ende sujeta a lo sagrado y lo blasfemo.

Es decir, se trata del miedo que opera en virtud del discurso y a través del discurso, como imperativo, como imposición, en su función esencial de hacer lazo social. Esa es la relación primaria, inaugural, que el sujeto tiene con el lenguaje como estructura, pues debido a su desvalimiento está a merced de su conminación, de su mandato y teme perder el amor del Otro, es decir, el amor del superyó.

El psicoanálisis, al respecto, ha dicho lo suyo, pues se trata de las funciones que Freud designó como “autobservación” y “conciencia moral”; de aquello que Lacan, respecto del lazo social, llamó “discurso del amo” (“maître”, que es también “el maestro”) Solo que, en ellos, quien hace el trabajo de controlar y castigar, más allá de los poderes e instituciones, es un poder “interior”, mucho más fuerte y decisivo: el poder del discurso. Por ser el “heredero” simbólico de la indefensión primaria, la instancia moral opera a través de mandatos e imperativos paradojales, pues exigen y a la vez prohíben. Y ello más allá del significado o el valor con que la función legitimante del Ideal del Yo venga a darles fundamento y justificación. En la historia humana sobran los ejemplos, donde en nombre del bien y con las mejores intenciones, se han cometido los peores males.

Hoy en día ese argumento, ese valor incuestionable, irrefutable, excepto tal vez por algún necio, canalla o delirante, es la salud pública, el bien de Todos como imperativo categórico; de lo cual podría derivarse un formidable “upgrade” en la sagacidad y astucia del superyó. Recordemos de paso que el cuidado de la salud no fue considerado un valor o un bien y mucho menos una responsabilidad del Estado hasta bien entrada la modernidad y el racionalismo (finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX)

Se trata, entonces del miedo, pero mucho más allá del sentimiento o del afecto, sino del miedo como estrategia y como instrumento político, incluso como necesidad. Así como la canción dice “no se puede vivir sin amor” también podría decirse “no se puede vivir sin temor”. No se podría vivir sin un amo con quien pactar, entregarle el miedo y aceptar la obediencia, la vigilancia y el control a cambio de que garantice, supuestamente, la atención de las necesidades, el cuidado de la salud y la seguridad.

Pero ello no es un efecto de la actual crisis mundial; estaba bien instalado desde mucho antes, sobremanera en nuestro actual grado de civilización, marcado por el desarrollo tecnológico globalizante y por la sistemática explotación del planeta durante el último siglo y medio. La pandemia, su conmoción, su sorpresa y el miedo pánico que ha generado tuvo el efecto de develarlo, de poner en evidencia, a veces de manera dramática y otras de forma grotesca, lo que ya funcionaba como veladamente aceptado.

Nuestra relación con el miedo es, por cierto, harto compleja y paradojal, plena de contrasentidos. Tomemos, por caso, la relación del miedo con el saber: si partimos del supuesto de que el miedo en gran parte estaba asociado a la ignorancia, a la falta de conocimiento, debiera esperarse que el avance del saber (médico, en especial) y sus instrumentos, acotarían ese miedo y nos traerían más tranquilidad y seguridad. Sin embargo, ese conocimiento no hace más que relanzar el miedo bajo la forma de nuevos miedos, por ejemplo: ¿cuánto me dará el colesterol o la glucemia? ¿Cuál será el resultado de la colonoscopia, de la resonancia magnética o del hisopado? Es decir, que del miedo a no saber se pasa, sin solución de continuidad, al miedo a saber.

El caso de la seguridad es uno de los más curiosos. Se apela a ella y a su refinada tecnología (cámaras, sensores, drones, etc.) para sentirse más seguro y confiado, es decir para dejar de tener miedo. Pero, no obstante, ello termina creando más miedo, un miedo a la segunda potencia, por así decir, el miedo de vivir bajo vigilancia.

Ni que hablar del miedo, con fundamentos siempre actualizados, a la policía y demás fuerzas de seguridad públicas y privadas, a los encargados sociales de velar por ella, es decir de protegernos del miedo. Que decir entonces de los bancos, de aquellos que cuidan nuestro dinero de los ladrones que tememos podrían robarlo, para entonces temer, tampoco sin fundamento histórico, que ellos, los bancos, los ladrones de guante blanco, nos lo roben, a su manera y con el aval del poder político, como regla general.

La internet es maravillosa y nos permite hacer cosas impensadas hace pocos años atrás, pero a la vez hay que protegerse de los virus cibernéticos o de los cyber ataques. Ni hablar del miedo de que se rompa la PC, que nos roben el celular o de simplemente quedarnos sin conexión. Otra paradoja: cuanto más complejas y sofisticadas son las dependencias, más frágil y amenazada se vuelve la vida cotidiana.

En cuanto a las “redes sociales”, que atrapan a tanta gente, aquello que se presenta como un instrumento insuperable de la libertad de comunicación y expresión, es asimismo un sofisticado sistema de control, difusión y marketing. Este apunta a la penetración y captura de la privacidad de cada quien, que resulta así tomada como rehén, aunque se nos haga creer que lo aceptamos de buen gusto y con pleno consentimiento.

Es importante resaltar el fenómeno de “circulo vicioso”, de alimento de sí mismo, que el miedo conlleva y provoca. El miedo produce la represión y la censura, lo cual produce más miedo (al castigo o la sanción, por violarlas) y entonces hay que defenderse de la defensa. Se trata de algo que Freud destacó desde muy temprano respecto de la obsesión y también fue él quien llamó a la cultura una “neurosis obsesiva universal”. Un buen ejemplo actual sería constatar como el miedo al contagio genera, exponencialmente, el contagio del miedo. Pues: ¿hay acaso algo más contagioso que el miedo?

En cuanto a lo que atañe particularmente al psicoanálisis, la sexualidad en tanto que humana, las paradojas y contrasentidos respecto del miedo no parecen menores. Por un lado, la militancia de las “diversidades sexuales” testimonia que ya no se tiene miedo de asumirlas y mostrarlas, incluso de promoverlas. A la par que la sociedad parece aceptarlas e incluirlas sin asustarse tanto, incluso considerar la libertad de elección sexual como un valor y un derecho. Pero, por otro lado, se va instalado un miedo a dejar ver el deseo, a la seducción, reducida o asimilada al abuso y la agresión, que desde luego también existen. El piropo por caso, es decir el pyros, el fuego que, desde la mirada alcanza la palabra, está penado, sin distinción de género, tanto social como legalmente según las geografías y también se le teme, acosados por el acoso, porque en ello puede ir desde una posición laboral hasta una causa penal. Los sitios web de citas, en este sentido, vendrían a poner orden y seriedad; directo al grano, despejando todo equivoco posible respecto de alguna insinuación, indirecta o alusión, como juegos del lenguaje.

Pensamos que los llamados “discursos de género” apuntan, con diferentes matices, a una certeza de la posición sexual, al logro de una identidad que surgiría del libre albedrio, de un saber cierto sobre el sexo más allá de la imposición biológica. Por un lado, compartimos el avance que supone pensar y admitir la sexualidad como humana, es decir como no natural. Valoramos también el efecto de esos discursos en cuanto a sacudir la modorra de los analistas, acomodados y adormecidos en una adaptación normalizante.

Pero, por otro lado, nos parece que ellos entran en conflicto con el psicoanálisis, en tanto este no es un saber que pretenda dar cuenta de una certeza de la posición sexual, sino más bien de su incerteza; producto de esa falta en el Otro, que hace de la diferencia algo irreductible. Esto impide un saber pleno e inequívoco, de lo que sería propiamente “masculino” o “femenino” y hace de la identidad y de la completud con el otro una ilusión siempre fallida. ¿Se derivaría de esto que la obstinación en la identidad puede hacerle obstáculo a la emergencia del deseo? En otros términos: ¿No se establece un conflicto entre un sujeto que se reafirma como dueño de un cuerpo propio y aquello que hace de ese cuerpo un objeto (cortado en parcialidades) del deseo ajeno que demanda su entrega?

No olvidemos que lo que distingue al campo del psicoanálisis de otros, es el estatuto que el objeto tiene en él para el sujeto. Más allá del objeto de la necesidad y del conocimiento, incluso del amor, se trata del objeto (causa) del deseo, que es esencialmente un objeto faltante, una negatividad, un agujero. No una falta de algo que exista, sino de algo que existe como falta, en tanto tal.

Habría aquí un matiz particular de ese miedo que el psicoanálisis viene a develar, a indicar y que se presenta como miedo al deseo; a hacerse cargo de él, a ponerlo en juego, en tanto que, siempre ligado a la prohibición y a la culpa, viene a confrontar al sujeto con aquello que es enigma e incertidumbre. Por eso, también el psicoanálisis puede atemorizar mucho, sobre todo a los que tienen miedo de sí mismos y en particular de su propio deseo. Tal vez algo emparentado con eso que Lacan en “Televisión” llamó “cobardía moral” en tanto ella es “rechazo del inconsciente”.

 

Queda claro, entonces, que cuando hablamos de “pandemia” y de lo que trascenderá de ella, nos referimos a un inédito fenómeno global, cultural, político y económico que, si bien surge como efecto, va mucho más allá de la novedad epidemiológica y sanitaria, es decir de la aparición de una infección por un virus “desconocido”, un adjetivo que nos parece clave.

La OMS informa que hubo casi 2 millones de muertes por coronavirus en el primer año calendario de la pandemia; una cifra que no discrimina la causalidad directa, de la intercurrencia de la infección con otras patologías (se sabe, además, que las autopsias están suspendidas) Informa también que ellas representan, en promedio, el 4 % de los infectados y también en promedio, tienen más de 70 años. La población mundial son unos 7700 millones de personas, de las cuales mueren 60 millones cada año (la mitad por causas cardiovasculares y respiratorias) Tal vez la estadística podrá esclarecer si esas muertes por coronavirus son muertos “extras”, un suplemento, por así decir o se compensarán con la baja en otras categorías o tal vez simplemente porque se las anotó bajo otro rubro causal. Con todo lo impresionante o impactante que esas cifras puedan ser, parece claro, admitámoslo, que el coronavirus no será capaz de destruir la vida humana sobre la tierra (cosa que el “parlêtre” tal vez pueda lograr) Quizás en unos años, por razones de evolución natural de las epidemias y también vacunas mediante, tener coronavirus será como tener gripe, SIDA o sarampión, es decir, una virosis endémica en términos epidemiológicos, con su tasa de muertes admitida y más o menos controlada.

Por lo tanto, lo más aterrador de ese virus desconocido, lo que más se teme de él, es justamente el desconocimiento; el golpe asestado al Otro del saber, al “sabelotodo” pillado por sorpresa. La existencia del ser humano sobre su maltratado planeta no está pues amenazada, al menos por el coronavirus, como si lo está y sobremanera, su narcisismo, su vanidad y arrogancia, su visión e imagen de sí como omnipotente. Y ello, como un efecto “post traumático” de la brusca y sorpresiva ruptura de esa ficción consensuada que llamamos “realidad” y la angustia global que ello ha provocado.

Ya lo hemos dicho y lo repetimos, las así llamadas “teorías conspirativas” sobre la pandemia, no hacen más que restaurar la supuesta omnipotencia del Otro bajo la variante de la intencionalidad maligna. Si no fue un designio de dios, será entonces una obra del demonio. Esto sin dejar de mencionar que está lejos de dilucidarse, si es que ello sucede, cuan natural y espontáneo fue la aparición del nuevo virus en Wuhan y cual la responsabilidad humana en ello.

En el desconcierto provocado por esa conmoción sufrida por el Otro, quedan incluidos los discursos políticos tradicionales, develando así su inconsistencia. Por caso, desde las “izquierdas” se reclaman prohibiciones y mano dura, mientras que las “derechas” dicen defender el trabajo y las libertades. ¡!Inaudito!! ¿No se suponía que era al revés? Desde luego, esto puede variar según las geografías o si se es oficialismo u oposición.

La actual emergencia sanitaria pues, no solo atañe a la salud de la población mundial, sino también a la salud del Otro como universal (Dios, la ciencia, las instituciones, la OMS, etc.) A reestablecer su prestigio y autoridad, necesarias, indispensables, para creer en él, es decir, para que el Otro, que no es más que puro discurso, pueda funcionar como garante de la realidad.

A propósito de las catástrofes y las cifras que se les atribuye, nos preguntamos si alguna vez podrá hacerse la cuenta, no ya de los infectados, sino de los damnificados por la respuesta global a la pandemia. De todos aquellos, seguramente decenas de millones, que perdieron su trabajo o empleo, sus negocios, su educación, sus lazos familiares y sociales; de aquellos que pasarán a engrosar la franja de los excluidos sociales, amén de los estragos del sufrimiento psíquico provocado por el miedo y que son imposibles de cuantificar.

Nos preguntamos también si todo ello quedará legitimado como una elección ética y política del “mal menor”, de que “el fin justifica los medios”, del “mal necesario”, tantas veces invocado en la historia (por Harry Truman luego de Hiroshima, por caso) o del “collateral damage” acuñado por el Pentágono en tiempos de Vietnam. ¿No han sido acaso las autoridades, las primeras en definir la lucha contra el coronavirus como una “guerra”? También es cierto que algunas de ellas intentan hacerse algún cargo de ello (programas, ayudas sociales, subsidios, etc.) y otras, simplemente, dejan en manos del buen dios la responsabilidad y el resarcimiento.

 

Retornando a nuestro miedoso “hombre primitivo” del comienzo, ciertamente creíamos haber tomado distancia de él, respecto de su agobiante confrontación cotidiana con la tarea del sobrevivir a la existencia. Sin embargo, podría decirse que en este siglo XXI, algo de ello, aun puntualmente y al menos como fenómeno subjetivo, se ha presentificado o actualizado como angustia cotidiana, como un diario convivir con la vida y la muerte. Desde luego, la actual pandemia es solo una forma histórica de ese incesante retorno de lo “primordial”, esencialmente a-histórico, como también lo serían las guerras, los genocidios, las hambrunas y las catástrofes llamadas naturales.

En los días que corren se han hecho extraordinarios hallazgos antropológicos a propósito de las excavaciones para construir el nuevo mega aeropuerto de ciudad de México y como suele suceder, por accidente. Se han descubierto decenas de esqueletos de mamuts atrapados en una red de trampas cavadas y tendidas por los humanos del Neolítico, en donde de alguna forma los hacían caer, para luego proceder a cazarlos.

Lo menos que puede decirse es que para pensar y fabricar tamaña obra de ingeniería para luego enfrentarse a esas bestias, había que tener una posición, digamos, intrépida o temeraria, es decir, la actitud de desafiar al miedo, tal vez sin dejar de sentirlo un solo minuto. ¿O acaso podemos suponer que no lo sentían? El mamut parece haber sido un bicho bastante impresionante, además de peligroso y mortífero y seguramente muchos de nuestros antepasados resultaban heridos o morían en el intento de darle caza.

Sin duda puede afirmarse que es del orden del imperio de la necesidad (comida, techo, abrigo, combustible, etc.) lo que habría hecho soportar el peligro y el miedo a la muerte; asumirlo como parte del precio posible de la apuesta por la existencia. Pero también puede decirse (es una de las tesis centrales de Freud) que la necesidad brindó su apoyatura al motor pulsional, libidinal, por lo que estamos dispuestos a suponer que todo ello no fue sin goce. ¿O acaso uno sale a cazar mamuts todos los días?

De modo que, “cazar mamuts” podría oficiar aquí como metáfora de un enfrentarse con la vida, donde el miedo a la muerte, en lugar de paralizarla, le otorgue su valor y su realce. En su extremo, existen conocidos ejemplos, que forman parte de la realidad llamada “normal”, en donde el goce está claramente asociado a un rasgo variable de riesgo mortal, a menudo revestido como algo “deportivo” o de “esparcimiento” (carreras de autos y de motos, volovelismo, jumping, alpinismo, etc.) Evitando los lugares comunes, pensamos que, como posición subjetiva, no se trata tanto de una atracción por la muerte o bien de negarla o triunfar sobre ella, sino más precisamente de desafiar al miedo.

Ya hemos hecho referencia de la adhesión de Freud (1915) ética, podría decirse, a la máxima (atribuida a Pompeyo) que constituía la divisa de los navegantes de la antigua liga hanseática: “navigare necesse, vivere non est necesse”. En esa línea, sostiene que la vida se empobrece cuando la prenda más alta, la vida misma, queda excluida de la lucha por el vivir, “cuando la máxima apuesta no puede arriesgarse”. Pero ello, ya no entendido como una hazaña o proeza heroica o deportiva extraordinaria, sino como una posición subjetiva respecto de la vida cotidiana, ordinaria.

El psicoanálisis, como antes y siempre las artes, nos muestra “a cielo abierto” que el deseo inconsciente está mucho más cerca del conflicto y el desarreglo, de aceptar el desafío de la vida que de su resguardo y preservación. Dicho de otra forma, lo que daría valor a la vida (no confundir con su “sentido”) es su transitoriedad, su condición de finitud y por ello es también que no se está vivo sin angustia. Pero entonces “vivir la vida” tendrá más que ver con la apuesta que con la evitación, con el mero “no morirse”, con el afán de posponer y evitar la muerte; proyecto, como es bien sabido, destinado al fracaso.

Pensamos que alguien en análisis (y solo si realmente lo está) pone en juego en esa experiencia, lo sepa o no y cada uno a su manera, su cualidad de ser libidinal, de sujeto del deseo. Esto lo confronta con su condición de sujeto finito, de “ser para la muerte”, con los efectos sobre su vida singular que de ello podrán derivarse.

Un impensado efecto de la actual crisis en muchos casos de nuestra clínica analítica, es haber empujado al sujeto a tomar la vía rápida en el camino hacia esa confrontación. Algo así como: “si tienes tanto miedo de la muerte, es porque tienes una vida. ¿Qué estás haciendo actualmente con ella?”

Nuestra temerosa conclusión es que el miedo se yergue como el signo prevalente de nuestro actual malestar en la civilización. El miedo manda y ejerce su dominio sobre las mentes y los cuerpos sin distinción de “incultos” o “letrados”. El miedo gobierna, a los gobernados y a los gobernantes, imponiendo las reglas y dando pie para casi cualquier cosa en esa “otra” pandemia, que es la pandemia del miedo. Entrando en su segundo año, el miedo se va instalando y poniendo su sello en cada uno de nuestros hábitos cotidianos con sus normas y protocolos; más allá de que se las formule o se los presente como cuidado, prevención o profilaxis. Desde el simple salir a la calle sin olvidar el tapabocas, devenido en un curioso símbolo de acatamiento o rebeldía.

Un miedo que, en su último término, no nos parece muy diferente de aquel que captó y desentraño Freud, un miedo esencial que llamó “angustia de castración”. Agregó también que la represión aprende junto con la civilización, tomando nuevas formas o presentaciones epocales. Nos preguntamos si, a través de los miedos, la represión ha logrado que tratar de gozar del deseo, como pura falta sinsentido, devenga en gozar del miedo, que siempre encuentra algún sentido que le de consistencia, que lo justifique o valide. Más aún si se trata del “sentido común” como referente, como factor aglutinante, que en la paranoia alcanza la certeza de la que el deseo carece, pues su condición es siempre la del anhelo, la de lo no realizado.

Nos parece que la actual pandemia, tal como aquí la hemos caracterizado, será superada, no tanto cuando las cifras, curvas o coeficientes así lo autoricen, sino cuando mayoritariamente se coincida (sobretodo de modo espontáneo) en dejar atrás el miedo, lo cual implica aceptar el precio de su asimilación. ¿O acaso se cree que controlado el Covid, la gente dejara de morirse? ¿Qué la vacuna contra el virus más famoso de la historia, será (¡¡¡por fin!!!) la vacuna que nos inmunice contra la muerte?

Queda abierto el camino, para caracterizar y desentrañar mejor de que se trataría ese goce del miedo, de vivir en él, de vivir con él, de alimentarse de él, con la avidez y la desmesura de la gula mediática. Incluso de apasionarse con él, pues, una vez experimentado, el miedo parece generar una irresistible atracción, un encantamiento, una especie de adicción, un resistirse a dejarlo.

Como cierre, le cedemos la palabra a alguien que ha hecho, desafiando al miedo, un provechoso y prolífico uso de ella durante más de 50 años:

 

EL MIEDO GLOBAL, por Eduardo Galeano (2005)

Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.

Y los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo.

Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida.

Los automovilistas tienen miedo a caminar y los peatones tienen miedo de ser atropellados.

La democracia tiene miedo de recordar y el lenguaje tiene miedo de decir.

Los civiles tienen miedo a los militares. Los militares tienen miedo a la falta de armas.

Las armas tienen miedo a la falta de guerra.

Es el tiempo del miedo.

Miedo de la mujer a la violencia del hombre y miedo del hombre a la mujer sin miedo.

Miedo a los ladrones y miedo a la policía.

Miedo a la puerta sin cerradura.

Al tiempo sin relojes.

Al niño sin televisión.

Miedo a la noche sin pastillas para dormir y a la mañana sin pastillas para despertar.

Miedo a la soledad y miedo a la multitud.

Miedo a lo que fue.

Miedo a lo que será.

Miedo de morir.

Miedo de vivir.

Febrero 2021

 

 

REFERENCIAS

Arendt Hannah (1963), “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal” Editorial Lumen, 2000, Barcelona.

Foucault Michel, “Vigilar y castigar” (1975) Siglo XXI Ed 2002. Bs As

Freud Sigmund (1915) “De guerra y muerte” AE tomo XIV 1984 BsAs

(1920) “Psicología de las masas y análisis del Yo”

AE tomo XVIII idem

(1930) “El malestar en la cultura” AE tomo XXI idem

Grimal Pierre (1951) “Diccionario de mitología griega y romana”

Paidos 2010 BsAs

Hobbes Thomas (1651) “El Leviatan” (parte II) México: FCE, 2005

Lacan Jacques (1963) Seminario 10 “La angustia”. Paidós 2006 BsAs

(1973) “Televisión” “Otros escritos” Paidos 2012 BsAs

Maquiavelo Nicolás (1532) “El príncipe” Biblioteca virtual Miguel de Cervantes. www.cervantesvirtual.com

Psicothema 2003. Vol. 15, nº 4, pp. 662-666 “EL MIEDO EN ARISTÓTELES” Vicente Domínguez. Universidad de Oviedo

Rauschning, Hermann (1940) “Hitler me dijo” Bs. As. Hachette

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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