Revista#4 - Amor en análisis | 24 mayo, 2019
La tentación de seguir amando
por Gustavo Dessal

La grande névrose.-Jacques Loysel

Imagen: Jacques Loysel, la grande nérvose.

 

 

                                                                

“Del amor, hasta ahora, solo se ha dicho una cosa indiscutible, que
es este un sacramento grande¨, y todo lo demás, todo lo que
se ha escrito o dicho sobre el amor no ha dado respuestas sino solo planteado problemas, cuestiones que de todos modos han quedado
sin resolver.
La explicación que parece servir para un caso no sirve para otros diez, y en mi opinión lo mejor es explicar cada caso por separado, sin pretender generalizar. Como dicen los doctores, hay que estudiar cada caso por separado”.

Chejov

              Los psicoanalistas no tenemos una teoría sobre el cambio. Familiarizados con la repetición, con la adherencia de la libido, como lo llamaba Freud, o con la inercia del goce, para emplear los términos lacanianos, estamos en mejores condiciones para explicar la constancia de la pulsión de lo nuevo. A ciencia cierta, ni siquiera podemos formular con verdadera precisión las razones por las cuales el analizante consigue, en determinado momento, modificar su relación con lo real. Verificamos que eso sucede, y construimos un saber sobre ello, pero en el mejor de los casos no deja de ser una demostración tautológica. A la hora de hablar sobre el cambio, sobre “lo nuevo”, acudimos frecuentemente a la fenomenología social. Constatamos, al igual que los sociólogos, que los semblantes cambian conforme se modifican las estructuras culturales, y concluimos que el amor está en crisis. Lo está, sin duda, y nadie mejor que Zygmunt Bauman, con su concepto del “amor líquido”, para describir la viscosidad actual de los lazos amorosos.

Sin embargo, es interesante comprobar que nuestra experiencia clínica nos muestra el fenómeno amoroso atravesado por una auténtica división. Por una parte, la devaluación de la fe en la durabilidad del amor. Pero por otra, y como una prueba más de que el inconsciente desconoce el principio de contradicción, ese descrédito no afecta a la creencia inconsciente en el amor como aquello que puede hacer cesar la no relación sexual.

Tal vez uno de los autores que mejor reflejan esta contradicción, y que apuestan por una teoría que no solo no anuncia una decadencia del amor, sino todo lo contrario, es el sociólogo Ulrich Beck, director del Instituto de Sociología de la Universidad de Munich, que publicó El normal caos del amor (Paidos, Barcelona 2001) en colaboración con su compañera Elisabeth Beck-Gernsheim. La tesis central del libro (recomiendo especialmente el capítulo titulado “La religión terrenal del amor”) es la siguiente:

“El ansia por el amor como confianza y patria crece en el entorno de la duda y de las incertidumbres que la modernidad produce. Si no hay nada seguro, si incluso el respirar ya está envenenado, la gente corre detrás de los sueños irreales del amor, hasta que éstos se convierten en pesadillas”.

El creciente índice de divorcios no afecta al número de parejas que incansablemente, ya sea mediante los procedimientos tradicionales, o de forma más heterodoxa, se establecen. Más aún, los autores proponen la interesante idea de que el amor es una utopía capaz de sobrevivir a la crisis de todas las instituciones. Nosotros podemos traducir esto en nuestros términos: cuando las formas culturales del amor colapsan junto con todos los valores asociados al discurso del amo, es el momento en que la eficacia sintomática del amor como ficción singular puede tomar el relevo de las creencias que se disuelven. El amor, incluso en los tiempos actuales, sigue siendo una experiencia de creación de sentido cuya eficacia reside ahora en que no depende como antaño del discurso instituido.

“El amor anida en símbolos que los amantes tienen que crear ellos mismos en la historia de su amor para superar su extrañeza…”[1]. Tal vez esta facultad creadora del amor síntoma pueda obrar como resistencia al influjo mortífero del oscurantismo científico y político, y sea la oportunidad para que el sujeto encuentre un nuevo refugio contra el malestar en la cultura.

La indudable ventaja del discurso analítico respecto de cualquier sociología, es partir de la base de la no-relación como axioma fundacional de la estructura subjetiva. Si el amor posee una función universalmente extendida, ello se debe a su facultad para hacer cesar (por un tiempo cuya duración depende de diversas contingencias) dicha no-relación. Los cambios históricos del amor son, a fin de cuentas, los avatares que los semblantes sufren con el paso de las épocas, dado que las sucesivas modalidades del discurso no pueden menos que determinar transformaciones que también afectan a la vida amorosa. Por lo tanto, un estudio psicoanalítico del amor obliga a indagar tanto el modo en que en un determinado período histórico se utilizan los semblantes para velar la no-relación, así como la manera singular en la que el amor fracasa en su intento.

En los comienzos de su enseñanza, Lacan hacía notar  la ventaja que suponía en el pasado la institución del matrimonio acordado entre familias, respecto del matrimonio de libre elección. Como sabemos, la elección amorosa está sometida a la acción de las determinaciones edípicas, lo cual asegura la introducción de la neurosis en la vida íntima. Lo fundamental de la modernidad en materia de amor  es la promoción del amor romántico, es decir, la idea de que los hombres y las mujeres tienen el derecho de unirse conforme a sus sentimientos personales, y no a los de la familia, clase o estamento al que pertenecen. Hoy en día nos parece inaudito concebir que los hombres y las mujeres puedan fundar sus vínculos en otra cosa que no sea el deseo, el amor, la satisfacción erótica, o cualquier otro modo de nombrar la libertad de elección  (incluso cuando esa “libertad”, por supuesto, está totalmente hipotecada al inconsciente). Sin embargo, los testimonios históricos demuestran que esta idealización del amor no era lo habitual en el pasado, cuando los vínculos se justificaban en la necesidad de afrontar la lucha por la subsistencia  mediante un reparto definido de los roles y las obligaciones, y la comunión de trabajo ocupaba el espacio social que hoy es patrimonio de la comunión sentimental. Desde nuestra perspectiva actual estos factores pueden parecernos extraños, pero debemos tomar en cuenta los inmensos beneficios subjetivos que suponía para nuestros antepasados el hecho de sentirse parte de una tradición que establece de forma rígida e inobjetable los semblantes considerados legítimos. La tradición, y el discurso que la vehiculiza, ofrecían al mismo tiempo protección, estabilidad e identidad interior. Ello implicaba sentirse parte de un todo, que alejaba la vivencia de la soledad, la incertidumbre y el desamparo de la vida. Con el paso a la sociedad moderna, y el consiguiente proceso de individuación, es decir, de desprendimiento del sujeto de los lazos históricamente desarrollados que lo sometían a las creencias religiosas y sociales, surge por primera vez en la historia el sentimiento de una soledad interior nunca antes experimentada.

Este “desencantamiento del mundo”, como lo calificó Max Weber, empuja al sujeto a la búsqueda de otras formas de asegurarse una defensa frente a la no-relación, y es entonces cuando el amor cobra una importancia nueva. Entre los asombrosos méritos de Shakespeare, con su fuente inagotable de sabiduría universal, encontramos su notable capacidad para predecir la evolución moderna del amor. Romeo y Julieta  representa la fuerza de la individualidad que busca imponer su deseo por encima de las determinaciones de la comunidad, en una época en la que la sumisión a los valores estamentales no admitía réplica alguna.

Con la pérdida de los referentes tradicionales, es natural que se busque en la vida amorosa aquello que otorga sentido y anclaje a la vida, y es en este mecanismo de desplazamiento en lo que consiste una buena parte de las transformaciones sociales del amor que dieron origen a sus formas modernas. Como sabemos, éstas atraviesan en la actualidad un complejo proceso de resignificación. La crisis contemporánea de la vida amorosa, objeto de numerosos estudios sociológicos, no hace más que poner a cielo abierto tanto el alcance fallido del amor para hacer cesar la no-relación, como su deslizamiento hacia el síntoma: lo que no cesa de escribirse.

Hoy en día, las dificultades para atemperar lo real de la no relación parecen ser mayores que en el pasado. El desfallecimiento de los semblantes, su fragilidad para sostener un simulacro de relación, no obedece a un único factor, y el carácter estructural y ahistórico de la no relación no exime a los analistas del interés de conocer las coordenadas de la época que constituyen la envoltura imaginaria de los síntomas amorosos. No es esta la ocasión para estudiarlas en su conjunto, por lo cual nos limitaremos a señalar algunas de sus características.

Debemos partir de una paradoja que, hasta cierto punto, puede considerarse como la matriz del malestar contemporáneo del amor. Por una parte, y a falta de referentes exteriores sólidos y consistentes, el sujeto tiende a buscar en el terreno íntimo de la relación amorosa un asidero para el sentido existencial que se desdibuja. Pero por otra, la complicidad con el semejante que de ello habría de esperarse se da de bruces con el imperativo de la autorealización, un ideal que el discurso actual eleva al grado superlativo. Lejos de que el se convierta en el complemento imaginario que da sentido a lo insoportable del vivir, el  resulta ser a menudo el obstáculo a mi autorealización, el impedimento para que mi yo alcance el significado pleno que, en todos los mensajes que me rodean, soy cada vez más invitado a desarrollar. Lo que podríamos denominar el espíritu o la mentalidad contemporánea, propone la satisfacción de las aspiraciones del yo como irrenunciables, y una auténtica moral del narcisismo se instala  no solo como un derecho sino también como una obligación ineludible. En este aspecto, un número creciente de mujeres solteras o sin pareja opta por seguir el dictado  de esta moral, que se disfraza de los mejores argumentos, y se vale de los adelantos científicos para cumplir la voluntad de una maternidad decidida por ellas mismas como objetivo de su legítima carrera hacia la autorealización personal.

Desde luego, los psicoanalistas consideramos que los síntomas contemporáneos del amor no hacen más que poner al descubierto una falla originaria de la estructura, el fabuloso lapsus que el lenguaje comete en materia de sexo. Pero podemos aprender algunas cosas sobre el modo en que el inconsciente balbucea hoy en día los embrollos de la vida amorosa. La ideología que el discurso social fomenta en torno a la necesidad de tomarse a sí mismo como bien soberano es, por un lado, una fórmula relativamente eficaz para encubrir las nuevas modalidades de servidumbre que el capitalismo impone en las reglas del mercado, y por otro la promesa de que todo está disponible a nuestra elección. La vida concebida como una infinita sumatoria de decisiones personales, se aleja definitivamente de la creencia en una narración de índole superior que a título de tradición, iglesia o ideología política, podía servir como marco de referencia universal donde disolver la particularidad subjetiva. En la actualidad el sujeto es forzado a concebirse como artífice de su propio destino, y se lo intima a resolver de forma personal incluso los desarreglos cuyo origen se encuentra en causas que lo trascienden por completo. Debe, por tanto, trabajar doblemente, puesto que la libertad de la que ahora disfruta lo volvería sospechoso de incapacidad para alcanzar la felicidad que se ha puesto a su disposición. Paradojas de un tiempo en que la irresponsabilidad subjetiva convive con el mensaje de una culpabilidad sin atenuantes.

Esta misma lógica rige a menudo en la vida amorosa, donde la idolatría de la satisfacción personal propicia la idea de una contractualización permanente de la vida en común. La decadencia de los roles y lugares predeterminados  entre hombres y mujeres (y las relaciones homosexuales no quedan exceptuadas de esta misma orfandad) desnuda un vacío que cada vez más se intenta rellenar mediante una reglamentación escrita de la convivencia. En algunos países como Estados Unidos, Alemania, Suecia y Dinamarca, aumenta la cifra de parejas que antes de su unión deciden  legalizar por escrito las reglas que habrán de regir su vida en común.

¿Estamos ante una crisis del amor? ¿El número creciente de divorcios en el mundo occidental refleja una decadencia del amor, una disminución de su importancia, una pérdida de la fe que antaño se depositaba en él? Tal vez haya que concluir exactamente lo contrario: la inmensa expectativa no sólo individual sino también histórica surgida de la promoción moderna del amor basado en la libre elección, ha dejado sobre las fatigadas espaldas de Eros toda la carga que en  el pasado se repartía entre varios ideales. Con la modernidad, el sujeto debe asumir por entero la tarea de sostener los semblantes de la relación sexual, en ausencia de un discurso social que los determine. Aunque los psicoanalistas no tenemos un gusto especial por los designios estadísticos, los estudios parecen demostrar que los divorciados y separados no se resignan a continuar solos, y que  generalmente  intentan por todos los medios perseverar en la búsqueda del partenaire. Lejos de optar por la renuncia, los sujetos basan la conquista de un nuevo amor  en la misma ley de optimización que rige el mercado y que contribuye al deseo de reemplazar el antiguo, como si se tratara de un bien de consumo más. El caso es que muy pocos se dan por vencidos. Quién sabe si porque en todos ellos subsiste la oscura conciencia de que el amor suele ser una manera bastante eficaz para hacerse un síntoma…

[1] op. cit.

Suscripción

Suscríbase para recibir las últimas novedades de TEND directamente en su casilla de mail.

» Ir al formulario