Revista #1 - Locura | 17 septiembre, 2018
Muchacho con arma de fuego y música
por Juan Carlos Capo

el angel

Es un inesperado relato policial con guión original del mismo director Luis Ortega, más Rodolfo Palacios y Sergio Olguín, (éste recordable por su oficio de periodista cultural y novelista relevante).

La acción se ubica en los setenta en una Buenos Aires, donde un aire malsano y bizarro, ya empezaba a flotar sobre la ciudad, en el inicio de la década. Era, musicalmente, el tiempo de las canciones de Leonardo Favio y Palito Ortega -cuyo hijo interviene en la producción de este film, junto a la productora “El Deseo”, de los hermanos Almodóvar- de la aparición de Astor Piazzolla, por lo menos desde un decenio antes en el escenario musical, y que procuraba trascender a un tango que se extinguía como se transformaría la sociedad argentina en gran parte, con sucesivos golpes de estado militares, una experiencia bélica indigna, humillante y humillada, una juventud llevada al matadero y una Policía federal-que era mejor no acudir a ella- con una clase media que empezaba a crujir (y no dejaría de hacerlo), por falta de luces, de plata y de voluntad de transparencia. (Por ese tiempo se podría datar el “no te metás”).

Entre esa hojarasca barrosa, se apartan las hojas y emerge este muchacho tierno de cuerpo magro, pelo enrulado, cara de niño, condiciones de danzarín, flor carnívora de baldío de arrabales, y frialdad en el disparo, ante la primera sombra que se menee. El personaje del film está inspirado en Carlos Robledo Putch, alias “Carlitos”, quien ocupó los titulares de la prensa en esos años, por su cosecha de muertes, que lo sindicaron como asesino múltiple, ladrón y reducidor.

El realizador y guionistas, dejan de lado causalidad psicológica y social, construyen una ficción, no reproducen históricamente lo ocurrido, que al parecer fue más variado y negro que lo que el film muestra. Aceptadas estas reservas etificantes, que claman por un personaje “más macabro en sí”, el director siguió adelante y entrega el resultado. Él se inspiró en hechos y hace su film. También deja en libertad al actor Lorenzo Ferro, para que construya a  “Carlitos”, el apodo es por Gardel, le cuenta este muchacho a Ramón (Chino Darín: muy bien), un amigo, una suerte de hermano mayor,  un objeto de amor idealizado, quizá. El hogar de Ramón es otra perla del film: Daniel Fanego y Mercedes Morán muestran sus sendos personajes de maestros sadianos, con una carga grasienta y lúbrica; y sin más, ellos proceden a abrir el libro de infamias  donde Carlitos proseguirá su aprendizaje en la senda del crimen. Él es un muchacho procedente de un hogar de recursos económicos apretados: (Cecilia Roth, de irreconocible, impecable faena, en su papel de “mujer de su casa”, que no ve nada, solo que venera a su hijo); (Luis Gnecco: solvente, en su casi invisible lugar de padre, esforzado vendedor de artículos para el hogar). Ambos no ven, no piensan, no comprenden lo que está pasando.

Carlitos no se acomoda en sus estudios, aunque sí con la música, los autos, una moto (robadas) y no solo es virtuoso ejecutante de piano, más lo es en su temprano oficio de “escruchante”, eximio en asaltar mansiones vacías, y arrasar con todo lo que encuentra a su paso escalador. Los rubros fotografía, montaje, banda sonora, ofrecen ajustado marco, abundan ecos del “Club del Clan”, música de Astor Piazzolla y de música clásica. Son de señalar rasgos almodovarianos en interiores de residencias y joyerías, cargados de boato, colores rojos, en conjuntos brillantes y vulgares, por donde transporta el personaje sus extravíos  con  “ingenuas” salidas que salpican el relato con humor, y no solo con sangre.

El cierre de esta crónica cruel, atrapante y hermosa, se esfuma en un dilema de encrucijada, donde abrevarán las conjeturas, las razones, los mitos,  pero la película es sabia también en un  silencioso final, donde no falta el suspenso que empujará, se presume, a que el espectador habrá de ocuparse más de él.

 

 

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